Continúo con la lectura de la historia de la doncella secuestrada y recluida en la torre de un castillo.

Paso la hoja, voy leyendo el texto para ir siguiendo, para ir conociendo, para llegar al fondo de una historia (es decir: de una cópula) de la que, finalmente, no participaré plenamente.

Asisto, en la lectura de este relato, a una lenta, progresiva y medida (con la anécdota narrativa, el desarrollo dramático, cada uno de los capítulos, las descripciones, los diálogos, las elipsis…) revelación (despojamiento: se desnuda el cuerpo de coberturas, se deshace el nudo de la intriga) del sexo.

Relato de erotismo y relato de suspense, donde se demora la definitiva puesta en escena de la cópula (o de la muerte, y de la muerte) para dejarnos —a los lectores— fatalmente fuera de su conclusión: fuera del coito y fuera de la muerte.

Es como la pasión y muerte del deseo vivida y visionada en las strip-teaseuses. El deseo de llegar al último punto del strip-tease, al despojamiento final de la última pieza de ropa (que es siempre la que cubre el sexo), aquella en que precisamente muere el deseo.

Todo strip-tease, no obstante, vuelve siempre a empezar. Su sentido reside, precisamente, en su estructura de reiteración. Del mismo modo, la historia del acoso, seducción y ultraje de la virginal muchacha se inicia nuevamente en la primera página del libro.

Con su trenza dorada, con su piel muy fina y clara, con su uniforme gris, con sus medias blancas, la joven estudiante entra en este momento en la sala de lectura.

Como si estuviese mirando hacia el infinito, con sus ojos verdes, se dirige directamente al fichero, y allí mismo llena su ficha, con los datos del mismo libro de siempre, posiblemente. Ella misma también, como de costumbre, balanceando ligeramente las caderas, haciendo así mover la orilla de la falda, va a la estantería, sube a la escalera de mano y coge su libro.

Dejo en suspenso la lectura. Desde mi asiento, contemplo a la muchacha; voy siguiendo sus movimientos al subir y bajar la escalera, cogiendo el libro (uno de formato más bien grande y de cubiertas rojizas, de aspecto antiguo); veo cómo se lo lleva a una mesita situada en el extremo opuesto de la sala. Allí se sienta, de cara a mi, un poco de perfil, y durante varias horas no hace otra cosa que leer, o quizás contemplar, las páginas del libro.

En todo este tiempo, apenas levanta la vista de la lectura, y cuando lo hace sus ojos parecen en blanco. Se queda mucho rato ante la misma página, y su rostro pasa a menudo de la rojez sanguínea a la blancura de la muerte. La luz eléctrica, la distancia que nos separa, mi propia visión, podrían ser, no obstante, la causa de estas transformaciones.

De tanto mirar fijamente a la muchacha, llego a perder el sentido de la realidad, y por momentos no veo allí, ante mis ojos, más que una imagen de la joven lectora: la que yo proyecto sobre ella.

Escribo. Escribo su imagen, la fijo sobre el papel.

Describo su cuerpo, sus cabellos, su rostro, sus ojos y su mirada.

Ahora cierra los ojos; permanece así largo tiempo. Después vuelve a abrirlos y cierra el libro.

Suspendo la escritura.

Cuando la colegiala va a dejar el libro en su estante, en la parte más alta de la estantería, yo me encuentro cerca de la escalera. En el momento en que la muchacha ha alcanzado ya el último peldaño, paso justo por debajo y doy una rápida mirada bajo sus faldas: las blancas medias le llegan hasta un poco más arriba de las corvas; después, la desnudez de los muslos resplandece hasta el trasero. Me parece que no lleva bragas.