Otro día más en la Biblioteca. Siempre los mismos asistentes, incluso la profesora de literatura y el viejo que estimula sus sueños con Ovidio, esta vez con su Arte de amar.

Esta tarde, sin embargo, no ha venido la joven colegiala. Por un momento, estoy tentado de buscar el libro que tiene por costumbre coger. Quizás, hacerlo sería como entrar en su intimidad (tanto como mirar por debajo de sus faldas); seria, en cierto modo, como asistir a unos placeres íntimos sin participar en ellos.

Me resisto a hacerlo. Ya he dicho que jamás lo he hecho con lector alguno de la Biblioteca; más por indiferencia que por otra cosa, es cierto.

Escribo mi deseo: el cuerpo/texto del deseo.

Escribo: confieso: realizo, día a día, página tras página, mi propia biografía: historia personal, escritura de mi mismo. Y su relato.

Relato de deseos, de frecuentes erecciones, de masturbaciones sucesivas, de eyaculaciones interrumpidas, aplazando el coito, conteniendo la expulsión del semen, fijando en este punto el placer, reteniéndolo, y dándole por fin salida, como un aprendizaje y una perversión de la fiesta —solitaria siempre, para uno mismo— de la sexualidad, de sus metáforas, de su ficción, de su escritura.

Paso la tarde con una fuerte erección sexual; tengo el falo tenso debajo de la ropa, y acabo por bajarme el pantalón.

Permanezco así, sentado detrás de la mesa, con el sexo al aire, aún exponiéndome a que pueda verme alguien, incluso la colegiala, si viniera.

A las nueve en punto cierro la Biblioteca, sin entretenerme en nada. Hoy, no obstante, no quiero pasar por el Barrio Chino. Me voy directamente a mi casa, caminando apresuradamente.

Tengo unas extrañas ganas de llorar, y recorro todo el trayecto con un sollozo contenido.