Al igual que los lectores, que son elegidos por el libro que cogen en la biblioteca, el asiduo de los prostíbulos nunca elige verdaderamente él a la mujer a la que paga por copular. Por gracia de una precisa mirada, por obra de los ojos de la mujer, por el gesto de seducción ineludible (en los que infiere la sospecha de unas afinidades, de una simpatía, de una atracción, que después deben confirmarse y suelen hacerlo a menudo) siempre es el cliente —al igual que el lector— el objeto de elección.
Soy yo el elegido por la prostituta, como lo soy igualmente por tal o cual libro.
Cuando recojo todas las fichas de la jornada, veo una escrita con un tipo de letra un tanto infantil y que dice: «Historia ilustrada». Ref. 2313.E.3/1. Pienso, sin duda, que se trata del libro que, como otras veces, ha sacado hoy la colegiala para leer.
No acierto a saber de qué clase de historia debe tratarse. No obstante, tampoco me ha interesado nunca saber qué libros leen aquí los asistentes a la Biblioteca; pocas palabras acostumbro a intercambiar con ellos, y ni me interesan sus vidas ni yo les hablo a ellos de mí. El obligado silencio que debe guardarse en la sala de lectura me facilita esta distancia respecto a quien acude aquí. Además, pienso que quien coge un libro, quien lee, no necesita relaciones personales, al menos durante unas horas.
Estoy con una prostituta, bonita y muy joven. La contemplo, desnuda sobre la cama, durante un buen rato. Le acaricio suavemente, con la punta de los dedos, todo el cuerpo; la beso entre los pechos, le beso los pezones, acaricio mi rostro con ellos. Me pongo en pie, ante ella, para ver bien toda su desnudez. Después, ya sin mucho deseo, con una cierta apatía, copulo con ella. En silencio.