Todas las tardes, al salir de la Biblioteca, voy a dar una vuelta por el Barrio Chino. Allí veo a las prostitutas que se ofrecen en las esquinas, en los bares y en las puertas de algunos patios. Las miro detenidamente; miro sus cuerpos, sus rostros, sus peculiares maneras de mostrarse, sus actitudes. Me gusta fijarme en las ropas que llevan: las cortísimas faldas, los pantalones muy ceñidos, las blusas escotadas. Me gusta ver sus exagerados peinados, sus maquillajes chillones. Siento el olor de sus cuerpos, el fuerte aroma de las colonias con que se perfuman. Rozo, al pasar, algún muslo, las nalgas de alguna de ellas. De cada una me atrae algo diferente: la ostentación del busto abundante, las nalgas prominentes, el vientre ajustado bajo la falda, los rasgos del rostro dibujados por la pintura, el semblante vicioso.

Camino arriba y abajo, por los estrechos, intrincados y un tanto siniestros callejones donde se encuentran las prostitutas; paso por cada uno de ellos una y otra vez, parándome a veces en alguna esquina, junto a algún grupo de hombres que contemplan también —con las manos en los bolsillos, con una media sonrisa en la boca, con los ojos muy abiertos y brillantes— a estas meretrices callejeras.

Ellas nos hacen algunos gestos de incitación, alguna llamada provocativa, expresiones obscenas y seductoras. Se levantan un poco más las faldas, muestran parte de los pechos, menean las caderas sacando el culo.

Cuando el deseo se me hace insoportable, cuando el sexo erecto empieza a hacerme daño, cuando empiezo a sentir dolor en los testículos, entro en algún bar a tomar un coñac, orino largamente en el water, y me voy en seguida a casa.

No obstante, muchas veces me coge alguna prostituta, subo con ella a la habitación y le descargo todo mi semen, ya que no todo mi deseo.

A media tarde, vuelve la colegiala que vino ayer. Silenciosamente, muy cerca de mi, sobre mi mesa, llena la ficha de lectura. Puedo sentir un suave aroma que proviene de ella; un delicado perfume que debe llevar en el cabello y en las orejas. Cuando acaba de escribir los datos de la ficha, me mira fugazmente y se dirige, aprisa, a la misma estantería y, posiblemente, a por el libro de la otra vez.

Tengo la impresión de que hay algo misterioso, furtivo, en la manera de llevarse el libro y de sentarse con él en un rincón de la sala de lectura.

Luego, durante algo más de un par de horas, la colegiala permanece en el mismo sitio, con el mismo libro. No puedo enterarme de cuándo se va. Encuentro su asiento vacío y, al parecer, el libro devuelto a su estante.

Estoy en un bar del Barrio Chino, tomando unas copas. Delante de mí hay tres prostitutas, de pie, esperando. Una de ellas, de largos cabellos teñidos de rubio platino, de cuerpo grande, de formas llenas, con un estrecho vestido muy escotado y que le deja los muslos medio al aire, me mira sonriendo, saca la punta de la lengua y me insinúa un beso con sus carnosos labios pintados de rojo carmín. Sin ni siquiera preguntarle el precio, entro con ella a un reservado en la trastienda del bar. Me dice que en cuanto me ha visto ha sabido que yo iría a la cama con ella, y que quiere darme gusto, si le doy una propina.

Su boca activa, la variedad de posturas que ella misma me pide que hagamos y un simulacro convincente de su propio goce, me inducen a darle más dinero del que me pide, en prueba de mi agradecimiento.