En las primeras horas de la tarde, en este caluroso día de verano, salgo a la calle bajo un cielo intensamente azul y un sol inclemente, deslumbrador, que hiere mi piel y mis ojos.

Raramente voy por la calle durante el día. A las ocho de la mañana, me dirijo, a toda prisa, a la Biblioteca, de la que salgo ya de noche, dando entonces mi paseo por el Barrio Chino o visitando los burdeles; así que apenas conozco la vida cotidiana de las calles, como tampoco sé demasiado qué es caminar así, a plena luz, bajo un cielo tan desnudo. Prefiero, claro está, la equivoca desnudez de la noche.

En este momento, camino hacia el Hospital Clínico para que me inyecten la primera dosis de penicilina, voy andando pesadamente, un tanto incómodo, con gafas ahumadas y mirando tras ellas, furtivamente, a las mujeres que pasan a mi lado: juveniles mujeres de apariencia saludable, que hacen mover sus cuerpos, firmes y sensuales, dentro de los finos y breves vestidos.

El intenso calor de la tarde, y vestido como voy, con chaqueta y corbata, me hace sudar y me empapa el cuerpo, al que se me pegan las ropas.

Delante de mí, camina una mujer con un vestido blanco, de fina tela y muy escotado por detrás; sigo un trecho este cuerpo femenino, cuya silueta se transparenta al contraluz, un poco fantasmagóricamente.

Una sensación de ahogo me llega a la garganta. Me detengo en una esquina, apoyándome en un muro; cierro los ojos y dejo que pase este pequeño mareo, este vértigo que me invade. En el bolsillo de la chaqueta, siento el peso de la cajita de las cápsulas de penicilina; tengo que apresurarme en llegar al Clínico.

Sigo mi camino por las intrincadas calles de esta parte antigua de la ciudad, que yo apenas conozco.

De improviso, al doblar una esquina, oigo el sonido de una banda de cornetas y tambores. Tocan una marcha, entre militar y religiosa, notablemente mal entonada, con los estridentes instrumentos de metal y los ruidosos tambores.

Extrañamente atraído por esta inesperada música en plena calle, me detengo, tratando de localizar su procedencia. Al poco rato, por una calle perpendicular, avanzando hacia mí, veo aparecer una especie de pequeña procesión religiosa.

Un policía municipal abre el paso de la comitiva; a la cabeza de esta, va un hombre, vestido de gris oscuro, que lleva una gran cruz con la imagen del Cristo crucificado. Le sigue un sacerdote con sotana negra, de mediana edad, alto y delgado, con la mirada un tanto alucinada. Y a continuación, la banda de cornetas y tambores, tras la cual va un grupo de mujeres y niños llevando cirios encendidos.

A unos pasos del sacerdote, encabezando la banda de música, marcha una muchacha que lleva un estandarte. Esta muchacha, que parece muy joven, de no más de quince años de edad, va vestida con la misma camisa sedosa, de color amarillo brillante, que llevan los músicos de la banda, y también lleva, como ellos, una estrecha y larga corbata roja. La muchacha, no obstante, va con una cortísima falda de raso, de color negro muy brillante, que deja casi por completo a la vista los muslos, enfundados en medias negras transparentes. De rodillas hacia abajo, lleva botas de cuero negro mate, de tacones altos, que golpea en tierra con fuerza a cada paso.

Cuando llegan a mi altura (el Cristo, todo coloreado, en la cruz de madera; el sacerdote de aspecto alucinado, con su sotana mugrienta; la chillona banda de música que interpreta con aire militar la pieza religiosa), cuando pasan por delante de mí, reconozco inmediatamente a la muchacha. Lleva su rubio cabello suelto y esparcido por los hombros y cubriéndole la espalda hasta casi la cintura, y el rostro bastante maquillado (rímel en los ojos, los labios pintados de carmín, las mejillas con colorete rosado), pero no dudo de que es ella: la colegiala que miraba el libro pornográfico en mi Biblioteca tras quitarse las bragas.

Maquinalmente, me pongo a seguir la marcha de la procesión. Camino al lado de los músicos, siguiendo el lento y rítmico paso de la comitiva. Voy contemplando por detrás a la muchacha: el rubio claro de su cabello, largo y abundante, muy fino, completamente libre por la espalda, recortándose, limpio y suave, en toda su delicadeza, sobre el amarillo chillón de la camisa; las cortas faldas negras, moviéndose levemente al caminar, insinuando la redondez de las nalgas; los muslos, entre el negro reluciente de la falda y el negro mate de las botas, con la desnudez de la piel oscurecida y cristalina bajo las medias.

Miro fijamente el cuerpo de la muchacha, y puedo ver en él, no sé si con la memoria o con la imaginación, la delicada blancura de su culo desnudo.

Me adelanto un poco, y entonces vuelvo a ver a la muchacha por delante. El maquillaje que lleva en el rostro, más que hacerla parecer mayor, subraya su verdadera juventud; le da un aire a la vez infantil y perverso a su semblante.

Camina altivamente erecta, los hombros hacia atrás y sacando el pecho. Con la cabeza erguida y los ojos verdes, incisivos, fijos hacia delante, parece ausente de todo lo que la rodea, totalmente abstraída en ella misma, con la ostentación de su cuerpo, tan derecho, y el ritmo, un tanto insolente, de sus movimientos, marcando el paso con fuerza, levantando a cada paso el muslo horizontalmente, doblando la rodilla y dejando caer la pierna con precisión y firmeza, haciendo sonar el tacón de la bota de cuero sobre el asfalto.

Con la mano izquierda, mantiene erguido el estandarte, y apoya la mano derecha, de manera no poco graciosa, en la cadera. A lado y lado de la roja corbata, se dibujan sus dos pechos, pequeños y plenos, tensando la seda amarilla de la camisa, muy ceñida y fina. El ligero tejido de la falda, al andar, se le mete entre los muslos, dibujándole la curva del vientre, e incluso del bajo vientre, y pone en evidencia la redondez de sus muslos, prietos y bien formados, enfundados en las medias oscuras que brillan al sol, obscenamente.

La muchacha, toda ella, por su actitud segura y desafiante, y por su manera de andar, de moverse, de estar ahí, parece afirmar la conciencia de un cuerpo que sabe muy bien la clase de deseo que produce.

Cuando vuelve a pasar delante de mí, su perfil se recorta a contraluz. Un fuerte estremecimiento hace temblar mi cuerpo; tengo la boca seca y algo de sudor gotea por mi frente. El deseo hincha un poco mi sexo, y en la punta del pene puedo sentir punzadas de dolor y la supuración de la blenorragia.

Sigo el paso de la procesión, alejándome así del camino que tendría que tomar para ir al Hospital, dejándome llevar por la fascinación del espectáculo que se desarrolla ante mí, por la atracción encantadora, tan voluptuosa, de esta muchacha que, una vez más, encuentro, me aparece, envuelta en una extraña, perversa, fuerte sexualidad.

Una ráfaga de viento hace mover el estandarte, agitando también los cabellos de la muchacha y levantando levemente su falda. Mi deseo quisiera ahora desnudarla, quisiera volver a contemplar su culo desnudo, descubrir por fin, a mi vista, su sexo.

Cuando desembocamos en una pequeña plaza, donde esperan otros grupos de gente, la comitiva se detiene. La banda de música sigue interpretando la misma pieza; pero ahora con más fuerza, haciendo sonar ruidosamente los tambores y con mayor estridencia las cornetas.

El hombre que lleva el crucifijo, el sacerdote y la muchacha han quedado los tres juntos, ella en medio. Poniéndome delante de ellos, puedo contemplar el fascinante espectáculo: el impúdico erotismo de la muchacha, terriblemente desnuda, destacando obscenamente entre la figura desairosa del cura, con la larga sotana desastrada cayéndole hasta el suelo, y la cruz cristiana, burdamente hecha, con un Cristo pintado con colores chillones, en forma un tanto inverosímil, y llevada por un hombre de edad indefinible que parece, cuando menos, oligofrénico.

Quisiera reírme, romper en carcajadas delante de todos, ante esta cómica, grotesca, obscena comitiva religiosa. Quisiera también ponerme a gritar, decirles cuál es mi deseo, mostrar mi sexo erecto a la muchacha, al cura y a todo el resto del séquito. Quisiera que todo lo que está sucediendo no fuese más que un sueño, un hecho imaginario, donde yo pudiese realizar mi deseo.

Con un fuerte golpe de los bombos, la música se detiene. El clérigo y el hombre que lleva el crucifijo, ambos seguidos de la gente que acompañaba la procesión y de los que la esperaban en la plaza, se dirigen a la iglesia al otro lado del cruce de las calles. Entran todos en el viejo y gran templo católico, dejando la plaza completamente desierta. Los músicos de la banda se han dispersado rápidamente por grupos en los bares de los alrededores y en una sala de billar.

Por un momento, con la disolución del cortejo, pierdo de vista a la muchacha. Son ya cerca de las cinco, y pienso que debo ir sin demora al Clínico.

Entonces, al pie mismo de la iglesia, veo a la muchacha, con el estandarte aún en la mano, mirando directamente hacia donde me encuentro. Su mirada parece estar clavada fijamente en mí; desconcertado, parpadeo y hago acción de dar media vuelta y marcharme. Entonces, ella hace un gesto con la cabeza, como si me llamase, como si estuviese pidiéndome que fuese tras ella, a por ella. Doy unos pasos hacia delante, y ella, girándose con femenina ligereza, haciendo un vuelo en la falda al doblar su flexible cintura, sube los cinco escalones de piedra que conducen a la puerta principal del templo. Al subir la escalinata, con pasos largos y ligeros, la corta faldita sube y baja varias veces por el trasero, mostrándome un momento, fugazmente, sus muslos, por encima de las medias, desnudos entre las ligas y la puntilla negra de las bragas. En la puerta de entrada de la iglesia, la muchacha deja el estandarte, y entra al templo, sin dirigir ahora mirada alguna hacia atrás, hacia mi.

Vacilo un instante; vuelvo a sentir el dolor en el sexo, y también tengo conciencia de lo absurdo de todo esto.

Estoy en la puerta de la iglesia. El sol cae con fuerza sobre mi; todo mi cuerpo suda, y tengo el rostro bañado de este sudor caliente. Cierro los ojos. Después, me quito las gafas y, sin querer pensar en lo que hago, entro tras la muchacha, tras mi deseo.

Al penetrar en la iglesia, el sudor se me hiela en el cuerpo, en el rostro. Un fuerte olor de cera quemada me invade, y la penumbra amarillenta que baña el enorme espacio interior del templo me hace estremecer; quedo abrumado por un momento, hasta habituarme al peculiar aroma, a la luz, al ambiente.

La nave central del templo está casi toda llena. Mujeres más bien viejas y solas, algunas más jóvenes con niños, diversos grupitos de jovencitas, algunos hombres acompañando a las mujeres, están todos sentados en los bancos, de cara al altar mayor, donde reza una inscripción: «Manantial de vida».

Suena una campanilla, sale el sacerdote vestido con los ornamentos de misa; la gente se levanta y permanece de pie. Empieza la ceremonia.

Doy unos pasos hacia delante, con el vago sentimiento de estar cometiendo una transgresión.

Ante un micrófono situado a un lado del altar, el sacerdote, en el que no reconozco al que presidia la procesión, entona un canto de bienvenida a los asistentes a la misa. Parte de estos rumorean también la oración cantada. Cuando finaliza, y después de santiguarse, todos vuelven a sentarse.

Me adelanto por un lateral buscando a la muchacha por entre la gente sentada en los bancos; sin encontrarla, de momento.

Al fin, en el lateral opuesto, de pie, junto a un candelabro lleno de pequeñas velas encendidas que la iluminan de manera fantasmagórica, veo a la muchacha.

En la misa se ha hecho un silencio total. La muchacha, mirando fijamente hacia mi, sonríe, entreabriendo ligeramente la boca y mostrando la puntita de la lengua y la blanca hilera de dientes, con una expresión que parece imitar el aire a la vez maligno y candoroso de la muchachita del grabado pornográfico.

De nuevo, empiezo a sentir el escozor en el glande, algo de dolor por todo el sexo y la persistente supuración. Tengo, también, un principio de erección en la verga.

La gente vuelve a ponerse de pie, y el sacerdote emprende la lectura del evangelio.

«En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho…».

Me dirijo, temeroso, con los nervios tensos, hacia donde está la muchacha. Camino a grandes pasos, pero procurando no hacer ruido y sin dejar de mirarla fijamente.

«En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brillaba en la tiniebla…».

Cuando llego al otro lado, la muchacha, deliciosamente demoniaca, retrocede hasta una pequeña sala semicircular que se abre en el pasillo ladero.

«… Y la tiniebla no la recibió».

Me detengo junto a una columna, un tanto desconcertado. La capilla lateral donde se ha metido la muchacha, se encuentra casi a oscuras. Únicamente, en el centro del semicirculo, hay un pequeño altar, iluminado por una débil luz eléctrica, con la figura de una monja que lleva en las manos un pañuelo blanco y un pequeño crucifijo encima. La monja, no sé qué santa, mira fijamente al Cristo. En la frente lleva una especie de estigma de color rojo. En el centro de la salita, unos cuantos reclinatorios, de cara al pequeño altar; y al fondo, junto a la pared, a uno y otro lado de la imagen de la monja, dos confesionarios, muy grandes y aparentemente antiguos. Dentro de uno de estos, puedo distinguir la camisa amarilla, el luminoso cabello dorado y el blanco rostro de la muchacha.

Doy un paso atrás. Dentro del confesionario se enciende una luz que ilumina violentamente su interior. La puertecita está abierta de par en par, y la muchacha, con las cortísimas faldas y las piernas desnudas bajo las medias negras transparentes, se encuentra allí sentada, cruzada de piernas, en el asiento del confesor.

Un temor instintivo, visceral, me deja paralizado junto a la columna. Contengo la respiración. Los rezos de la misa me llegan como un rumor sordo, aturdidor. Me estremezco. Por un momento, tengo el deseo de huir, de dar un fuerte grito, de romper a llorar, o a reír.

La muchacha me mira sonriente, con una dulce sonrisa, suavizando la mirada; descruza luego las piernas y entreabre un poco los muslos, mostrándolos más arriba de las medias, enseñando las bragas. Sin dejar de mirarme, se lleva las manos a los pechos y los toma suavemente; abre la boca y saca la lengua pasándosela repetidamente por los labios, de manera lasciva, provocadora. El temor, o el deseo, pone en tensión todo mi cuerpo.

Encima del cojín que cubre el asiento, la muchacha va relajando su cuerpo. Desvío la mirada hacia el altar principal; en el centro, el sacerdote de aspecto alucinado, viéndose allí aún más alto y delgado, con la casulla y demás ornamentos de color rojo, espera la llegada del ayudante de misa, el oligofrénico que llevaba la cruz en la procesión, con las ofrendas de la eucaristía.

Al volver la mirada al confesionario, veo que la muchacha se ha quitado la corbata y empieza a desabrocharse la camisa. Cuando acaba de hacerlo, abre las dos partes de la sedosa tela amarilla y me muestra impúdicamente sus dos pechos, pequeños y redondos, muy llenos, duros, altos, de pálida blancura, con los rosados pezones perfectos y orgullosos, como los de una joven prostituta.

Acto seguido, se los coge con las dos manos, por debajo, y, apretándoselos levemente, los alza, como ofreciéndomelos. Cierra los ojos; y puedo ver cómo, en los juveniles senos, sus dos pequeños pezones van adquiriendo la erección tensa del deseo. Al rostro de la muchacha llega la rojez intensa del rubor sexual. Por la boca entreabierta, a los labios rojos de pintura, acuden burbujas de saliva. Un mechón de cabellos rubios le cae por la mejilla, cerca de la boca, y algunos cabellos quedan adheridos a su piel. Entreabre un momento los ojos y me mira con una mirada turbia, irresistible. Esquivo su mirada.

El sacerdote alza la patena, eleva la hostia y hace su presentación.

Un débil gemido vuelve a llamar mi atención hacia el confesionario. Totalmente descubiertos, los encantadores pechos de la muchacha se levantan lascivamente por la acción de su respiración acelerada. Con las piernas abiertas en arco, de par en par, las rodillas tocando las paredes del confesionario, la muchacha se acaricia con la punta de los dedos la parte interior de los muslos, por encima del nilón de las medias. Después, lentamente, ya por la carne desnuda, sus manos van adentrándose hacia la entrepierna, deslizándose la mano derecha, acto seguido, faldas adentro. Sus dedos se pierden en la braga.

«Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos. El será para nosotros pan de vida…».

Las palabras del sacerdote me llegan lejanas, como si sonasen en otro lugar, o en otro tiempo.

«Concédenos, por el misterio de esta agua y de este vino, que participemos de la divinidad de Aquel que se dignó participar de nuestra humanidad…».

Puedo notar, bajo el pantalón, la verga en total erección, hinchada y muy tensa. Me escuece intensamente el glande y, con la opresión de los calzoncillos, siento un punzante dolor que se me acrecienta a cada instante.

«Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este vino, fruto de la vid y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos, El será para nosotros bebida de salvación».

La muchacha, con los ojos muy abiertos, clavando su mirada en los míos, se arremanga las faldas hasta la cintura, dejando al descubierto los muslos y todo el vientre. Después, cierra un momento las piernas, coge las diminutas bragas de fina blonda roja y remate de puntillas y se las quita, haciéndolas deslizar lentamente por los muslos. Así, volviendo a abrirse de piernas —con las finas y largas medias negras sujetas por un portaligas de blonda roja, transparente, bordado de flores rojas y con un volante de puntilla roja y negra, todo ello enmarcando la desnudez del bajo vientre y la entrepierna—, la muchacha me muestra su pequeño pubis, prominente, y apenas poblado por un rojizo vello rizado, aunque mullido y suave, con reflejos dorados, deseable como no lo he visto nunca. Sólo la arcada que forman el portaligas y las medias, con sus insolentes colores, da cierta impudicia a la desnudez del mechón divino que corona su sexo virginal. Por encima de la puntilla del portaligas, se asoma, gracioso, su diminuto ombligo; y, más arriba, los dos deliciosos senos parecen temblar.

El sacerdote y los fieles permanecen en silencio, rezando quizás.

Yo, ocultándome aún más detrás de la columna, me desabrocho la bragueta y me saco la verga, ya en plena erección.

La muchacha, adelantándose un poco en el asiento, apoyando la espalda y la cabeza en el tabique posterior del confesionario, levanta las rodillas, dobla las piernas y pone los pies, calzados aún con las botas de cuero, sobre el asiento. Todo su sexo queda expuesto a mi vista; ofreciéndose silenciosamente, librado a su posesión, ofrendado a mí, consagrado a mi goce.

Avanzo un paso hacia ella. En medio de un silencio total, blanco, de tumba, irrumpen las palabras del sacerdote.

«Orad, hermanos, para que este sacrificio, mío y vuestro, sea agradable a Dios, Padre todopoderoso».

Ruidosamente, se inician los rezos de los asistentes a la misa.

Con las piernas muy levantadas y bien abiertas, la muchacha sigue presentándome en su plenitud la pequeña vulva, con la rajita un poco entreabierta y jugosa, pero evidentemente virgen. Sus ojos verdes profundos, transparentes, punzantes, me miran con una mirada de espera.

El sacerdote eleva en la mano un pedazo de la hostia, la consagra y comulga; a continuación, toma vino del cáliz.

Vuelvo unos pasos atrás, pegándome a la columna, ocultándome, y apretando con fuerza la verga en mi mano.

La muchacha va dejando su inmovilidad; cierra los ojos y se lleva las manos a los pechos. Suavemente, con precisos movimientos de los dedos, va estrechando levemente los dos senos, acariciándolos.

En mi mano, siento el dolor y el placer unidos en el sexo.

Ahora, la muchacha va bajando la mano derecha hacia el vientre; con la palma, se acaricia circularmente la lisa superficie desnuda, entre el tejido del portaligas y el vellón rojizo del pubis. Después, cuando todo su cuerpo empieza a excitarse visiblemente, tembloroso, con la respiración muy agitada, baja la mano hasta el mechón de cabellos rizados, lo acaricia un momento con la punta de los dedos y desliza el dedo medio y el índice hacia la vulva, toda mojada ya. Con los dos dedos, se entreabre la rajita, los pequeños labios rosados, tiernos y jugosos, dejando salir un copioso flujo que acaba por escurrirse por la regata del culo, entre las dos blancas nalgas que se muestran un poco por encima del granate aterciopelado del cojín. Los dedos de su mano, empapados ya del jugo exquisito, se deslizan arriba y abajo de la vulva, por la estrecha ranura, entre los labios entreabiertos, por el diminuto clítoris, y en el vello del pubis, dejando en este gotas del fluido sexual.

Abandonando ahora el pecho, lleva también la mano izquierda a la vulva y, con los dos dedos, la abre todo cuanto puede, introduciendo en ella la punta del dedo índice derecho; la uña de este dedo, pintada de rojo brillante, parece una gota de sangre en el centro mismo de la divina, virginal, amorosa rajita de la muchacha.

En los bancos de la iglesia se oye el rumor de gente moviéndose. Algunos de los fieles se dirigen hacia el pie del altar mayor, donde les esperan el sacerdote y el ayudante para impartirles la comunión.

La muchachita gime intensamente. Con la mano derecha en el sexo, y acariciándose de nuevo los pechos con la otra mano, con los ojos muy cerrados, por completo abstraída, locamente, cierra y abre los muslos, rítmicamente, cada vez más aprisa, presionando y moviendo la mano en la vulva, estremeciéndose convulsivamente.

Todo mi cuerpo se estremece también.

Los fieles acaban de comulgar y regresan a los bancos. El sacerdote vuelve al altar, y todos juntos empiezan a rezar en voz alta.

La muchachita lanza un último gemido, casi un grito, ronco, muy fuerte, pero ahogado.

Termina la misa.

La muchacha abre los muslos, baja las piernas al suelo y deja caer los brazos, relajando el cuerpo. Acto seguido, y sin que ella se inmute, por entre sus muslos empieza a salir un chorro de liquido amarillento. La muchacha, espatarrada sobre el cojín del confesionario, con los ojos cerrados, como si durmiese, suelta una larga meada, que va corriendo por el suelo, hasta llegar a mis pies.

En mi mano, queda una copiosa mezcla de semen y pus. Sollozo, doy rienda suelta al llanto, y empieza la flaccidez.