Escribo en la sala de espera de un burdel. Anoto mis sentimientos, lo que pienso, intuiciones, sensaciones, alguna reflexión.

Un embriagador olor de fuertes perfumes, de carne humana desnuda, de sudor y de esperma, de tabaco y bebidas, me envuelve, pesadamente.

Las carcajadas de las prostitutas, algunos gemidos ahogados, susurro de voces, rumor de cuerpos, el agua corriendo en los lavabos, una débil música, todo a la vez crea como un zumbido continuo, aturdidor.

Escribo mi deseo; un deseo que está fuera de esta habitación, de estas mujeres, de mi mismo.

Describo mi propia imagen reflejada en los espejos.

Entro con dos mujeres; una mujerona, con enormes pechos, y otra más joven, muy alta. Mientras me desnudo, ellas dos, ya desnudas, me hacen una pequeña representación de una escena lesbiana. Para animarme, me dicen.

Después, mientras juego con el cuerpo de la más voluminosa, con su generoso culo y su abundante seno, la otra me hace «el vicio». Ellas mismas, con palabras fuertes, van diciéndome mi propio goce. Me dicen el placer que estoy sintiendo con ellas, chupado mi sexo por una y otra, manoseando yo sus cuerpos, lamiéndoles el culo, copulando alternativamente en las dos vulvas, y eyaculando finalmente entre los pechos de la grande mientras la joven me acaricia los testículos y me anima a descargar el semen.

En los espejos que rodean la cama, el orgasmo se multiplica a mi vista.

Ya muy entrada la noche, antes de apagar la luz, encerrado en mi habitación, solo yo, yo sólo, acariciándome distraidamente el «pequeño», yo, en completa soledad, escribiendo, acercándome al limite, a lo imposible, a su representación escrita, con sus signos, textualmente, realizando la escritura, desnudo, poniendo mi desnudez en lenguaje.

De vez en cuando, contemplo en el espejo las imágenes que en él se reflejan: ampliaciones fotográficas de mujeres desnudas, dibujos pornográficos de los años de la República, la litografía de «La liseuse» de Henner, la estampita de Santa Lucia.

Contemplo durante largo tiempo estas imágenes, con mi sexo erecto en la mano.

Lunes por la mañana. Me levanto de la cama y, cuando voy al water, al orinar, siento un escozor en el glande, y en seguida compruebo que empiezo a tener un poco de supuración.

Durante todo el día, la supuración va en aumento y persiste el escozor al orinar, así como un continuo dolor en todo el pene y en el bajo vientre. Debo haber cogido sin duda una gonorrea con alguna de las muchas prostitutas con las que he estado en los últimos días. Quiero creer que habrá sido una francesa, más bien vieja y sucia, con la cual, además, no gocé demasiado, aunque tampoco me costó muy cara.

Mañana tendré que inyectarme penicilina. Será necesario, también, que deje de ir unos días con mujeres. Por otra parte, debo confesar que con la última con quien estuve, una andaluza grosera y poco afectuosa que tuvo que masturbarme al final para hacerme eyacular, acabé vomitando en el lavabo del prostíbulo, asqueado.

Ciertamente, el placer y el horror los he encontrado juntos más de una vez reflejándose en los espejos de los burdeles. Después de la cópula, entre las sábanas de una habitación de prostíbulo, se encuentran a menudo los signos, los símbolos, las huellas, de la muerte: la suciedad, la impotencia. Fascinante y repulsivo al mismo tiempo, ciertamente.

Como los espejos de los burdeles, la escritura refleja la desnudez: en un espacio cerrado, a media luz, íntimamente, espejándose infinitamente, de manera implacable.

La desnudez, el deseo, la muerte: sus símbolos, sus signos, sus huellas.