Ya no ha vuelto nunca más la muchacha del uniforme de colegiala, la misteriosa lectora del libro sobre erotismo.

En estas calurosas tardes de verano, son bien pocos los lectores que vienen por aquí. Puedo, por lo tanto, dedicarme intensamente a mi trabajo; vuelvo a abrir el bloc de notas, y continúo con la lectura y el estudio del relato anónimo del siglo XVIII.

En el interior del siniestro y aislado castillo, en la lúgubre mazmorra donde se encuentra secuestrada la virginal doncella, el padre y señor del lugar da muerte violentamente (estrangulando con sus manos y decapitando después a uno con un hacha, desmembrando a golpes de espada al otro) a sus dos hijos y competidores. La sangre fraterna corre a los pies de la interesante cautiva. A continuación, el criminal libertino se dispone a consumar la brutal seducción de su propia hija, haciendo oídos sordos a las desesperadas súplicas de la atemorizada niña.

Completamente ofuscado, el feroz filicida conduce a su hija ante los cadáveres mutilados de sus dos hermanos, y amenazándola con un largo y afilado cuchillo de caza, obliga a la inocente muchacha a desnudarse ella misma para su propio sacrificio y para el lascivo goce de su propio padre.

La deliciosa damita empieza a quitarse las ropas lentamente, pieza por pieza, quizás confiando aún en que la piedad y el verdadero amor paterno impedirán finalmente a su progenitor llevar a término sus monstruosas intenciones.

Empero, cuando el vicioso señor ve la inmaculada y tierna —hermosa como el día, como una Venus adolescente— desnudez de su hija, siente aumentar en él todo su desenfrenado deseo sexual y toda su ansia criminal, y no tarda ya en emprender la codiciada desfloración, por delante y por detrás, de la candorosa doncellita.

Cuando consuma el acto carnal, tras desgarrar con su colosal miembro la intacta flor de la muchacha, y mientras descarga su excitado sexo, inundando de copioso semen el encantador culito de la ultrajada joven a la cual dio la vida, acaba, con toda crueldad, por asesinarla, clavándole el cuchillo en el corazón.

Mientras hace todo esto, y a la vez que blasfema horriblemente y da tremendos gritos de placer, va mencionando él mismo sus crímenes (fornicación, incesto, violación, sodomía, asesinato, filicidio, blasfemia…), va recitando los actos condenables a medida que los va cometiendo, como si todo aquello que lleva a cabo tuviese que ser nombrado necesariamente para tener existencia real, o como si los hechos que realiza tuviesen por finalidad el convertirse en las palabras que les dan nombre, en su enumeración, en una escritura que da cuenta de ellos, que los relata; como si su razón de ser estuviera en convertirse en el texto mismo que habla de tales actos.

Todas las tardes, sin excepción, al anochecer, me voy de putas. Voy a verlas al Barrio Chino; hablo con ellas, río con ellas, las invito a unas copas para poder tirarles mano mientras bromeamos. Muchas veces, casi cada noche, acabo acostándome con alguna.

Busco estar con las más diversas clases de mujeres; desde las más jóvenes y bonitas hasta las hembras ya bien maduras y putas viejas. Me gusta pasar de la que parece una experimentada meretriz a la que apenas ha empezado en su oficio. Procuro también que cada una tenga unas características físicas diferentes. Elijo algunas que apenas tienen formas en el cuerpo, delgadas y pequeñas; otras, que me pasan todo un hombro, son de carnes abundantes, de formas generosas. Después de la puta barata de callejón, cojo a una costosa buscona de bar. Pago para que me hagan lo que ellas llaman «el francés», y yo mismo disfruto lamiéndoles el sexo y el culo. A otras me gusta mamarles los pechos, gozar con ellos. Trato de agotar con estas mujeres todas las posturas posibles de la cópula; quiero probar todas las formas del goce carnal, saturar mi sexo, mi deseo, con innumerables cuerpos, interminables coitos, infinitas eyaculaciones. No ahorro dinero en todo lo que me ofrecen hacer y en permanecer más tiempo con ellas. En alguna ocasión, cuando la prostituta me urge para que eyacule, para terminar ya, saco de la cartera algún billete más y se lo doy con tal de prolongar mi goce.

Frecuento también prostíbulos. Burdeles clandestinos donde hay, de la mañana a la noche, mujeres a disposición de los clientes asiduos.

Mujeres semidesnudas, con erótica ropa interior, con transparencias inquietantes; mujeres siempre abiertas de piernas, con las nalgas y los pechos casi totalmente a la vista, en constante ofrecimiento de sus cuerpos, esperando al hombre, dispuestas, en permanente actitud de disponibilidad.

Cuerpos, palabras, caricias. En un ritual del deseo, y del placer: cerrado, privado, privilegiado por el dinero.