Una semana en blanco.
Todo parece conducir fatalmente a esa blancura. Es como una acariciada, temible, aspiración secreta: reposar durante días en blanco, con la mente en blanco, blanca la memoria.
Día tras día, las páginas permanecen vacías en blanco, con un silencio de muerte. Es la tentación, la tentativa, de la escritura: páginas obscenamente blancas, sin el velo del texto, de la palabra: esa página, ese silencio, esa blancura, adonde se llegaría después de mucho borrar, de un gran vaciado, callando tras haberlo, quizás, dicho todo. Y vuelta a empezar; para romper silencios, vacíos, espacios en blanco. Porque, quizás, sólo sea la escritura la que —objeto y sujeto de deseo— pueda alcanzar la verdadera desnudez, el desnudamiento total.
Necesito, pues, buscar, sobre el papel, la desnudez escrita.
Paso sábado y domingo acostado, enfermo, con un poco de fiebre, sudando continuamente —un sudor frío, espeso, de fuerte olor— y con frecuentes escalofríos, sollozando a veces.
En una especie de sueño intermitente, me veo en extraños prostíbulos, de barrocas decoraciones, iluminados por una penumbra amarillenta y rojiza, donde hay montones de mujeres desnudas, algunas sentadas en sofás, taburetes y sillones, y de pie otras, que ofrecen lúbricamente sus exuberantes cuerpos a la vez que sueltan chillonas carcajadas; fascinantes hembras, horriblemente maquilladas, deseables y repugnantes al mismo tiempo, que se esfuman a medida que me acerco a ellas. Finalmente, en una gran habitación, medio a oscuras y completamente vacía, a excepción de un enorme lecho de forma circular, acabo entre los brazos de una joven meretriz, extremadamente delgada y de aspecto enfermizo, de piel muy pálida, sudorosa y fría, de rostro impreciso, indefinido, que no puedo identificar.
Me despierta una fuerte necesidad de orinar. Lo hago en la pila mismo del lavabo; entretanto, contemplo en el espejo mi semblante. Leo en mi rostro —pálido y ojeroso, de una palidez amarillenta, con unas profundas ojeras cárdenas bajo los ojos— el cansancio, el dolor, la tristeza: algo patético. Mis ojos, hundidos, empequeñecidos, apenas sin luz, me devuelven una mirada lejana, desesperanzada, como dirigida desde la otra orilla de la muerte.
Miro mi sexo fláccido, mi desnudez sucia, mi cuerpo enfermo. Tiemblo. Recorre todo mi cuerpo un fuerte estremecimiento. Y me da miedo.
De esta manera, desnudo, angustiado, vuelvo a mi habitación; para encerrarme en ella, para recluirme en mi propia soledad, para envolverme en el silencio, en mi propio silencio.
Entonces, al buscar un pañuelo en el bolsillo de la chaqueta, encuentro la estampita que servía de señal en el libro que miraba la colegiala en la Biblioteca. En el dorso lleva una inscripción en mayúsculas y un pequeño texto: «SANTA LUCÍA. VIRCO ET MARTYR. Nacida en Siracusa, era fervorosa cristiana, pero su pretendiente la denunció. Empero, ella sufrió el martirio en las llamas con resignada fortaleza. Se le dedica un culto especial, y su nombre y su imagen se han hecho muy populares».
Por delante, la estampa reproduce, en vivos colores, la imagen de la santa. Es el dibujo, de medio cuerpo, de una mujer muy joven; en apariencia, poco más que una niña. Va por entero envuelta en túnicas; lleva una color rojo brillante que le cubre el busto; la otra túnica, color verde oscuro, le cae por encima como una capa. En la cabeza, y cubriéndole también los hombros, otra túnica, más pequeña, color blanco. Coronándole la cabeza, una especie de halo amarillo claro. Sus cabellos, castaños, ondeados, le recortan el rostro y el cuello desnudo. En su faz, amplia, redonda, de mejillas color rosa, se dibujan unos labios pequeñitos, recortados, en forma de corazón, suavemente rojos, y una nariz muy recta y algo grande. Debajo de las cejas perfiladas, gruesas, dos ojos negros, muy grandes y muy abiertos, redondos como círculos, luminosos, miran hacia un lado, como dirigiéndose al infinito, como en una mirada perdida, o quizás ensimismada, o divina. En su mano derecha, sobre una bandeja de plata que ella tiende hacia delante como haciendo una ofrenda, hay dos ojos también muy grandes, algo ovalados. Dos ojos como arrancados de cuajo de un rostro (¿del suyo?), sin vida ya, pero que siguen mirando, fijamente, con un brillo cruel, maléfico, con una mirada imposible…