CAPÍTULO XXII

Una fina lluvia caía sobre Nueva York. El aire era quieto y helado. Se sentía uno bien allí, en aquel piso alto de la Sexta Avenida, mientras las partes bajas de Manhattan se extendían debajo de la mirada, hasta llegar a la línea gris del Hudson. Nunca a James le había parecido el Hudson tan plomizo y tan gris. Nunca Nueva York había tenido aquel aspecto tan íntimo y al mismo tiempo tan mortuorio.

¡Qué distinto resultaba todo del castillo de los Graf! ¡Qué distinto aquel mundo del mundo que habían abandonado!

Hada y él llevaban ya tres meses casados y cada vez se sentían más compenetrados, más unidos. Los peligros pasados en común les habían dejado una unión que las otras parejas no tenían. Ni una nubecilla, ni el anuncio de un dolor turbaba su horizonte.

Aunque… En fin, quizá sí, quizá había algo, pero carecía totalmente de importancia. Hada, que era una auténtica experta en pintura, tan experta casi como James, se encerraba a veces en su estudio y pasaba allí, solitaria, horas y horas.

Como, por ejemplo, en este momento.

Llevaba el domingo entero sin salir. James estaba acostumbrado a respetar su trabajo, pues ambos tenían encargos que acaparaban toda su atención y exigían una gran soledad para resolverlos dignamente. Pero lo de Hada ya le parecía exagerado. Temía que llegase a perder la salud.

De modo que se decidió.

Al fin y al cabo, quizá él pudiera ayudarla. Un trabajo entre dos se resuelve a veces en un santiamén.

Golpeó con los nudillos en la puerta.

—Hada… ¿Estás ahí, Hada?

Ella no contestó.

Se encontraba tan ensimismada en su trabajo que no se había dado ni cuenta de que llamaban.

—Hada…

Al fin, James arqueó una ceja.

Bueno, quizá ya era demasiada distracción aquélla…

Hizo girar el pomo y empujó la hoja de madera. Vio la alegre habitación, muy luminosa y orientada al mediodía, en que trabajaba Hada. Incluso en un día gris como aquél, estaba envuelta en una luz poética y dulce. La muchacha, completamente ensimismada, trabajaba ante un caballete.

Allí estaba la pintura con la que había vivido obsesionada durante los últimos días. Una pintura que hasta aquel mismo momento no habían podido ver los ojos de James.

Los párpados de éste temblaron un momento.

Hada seguía ensimismada.

Ni siquiera se dio cuenta de que alguien la observaba desde la puerta.

Los dos rostros que pintaba, de memoria, en aquel cuadro eran perfectos. Para uno de ellos podía tener un modelo ilustre, que era el cuadro de la Fundación Rockefeller. Para el otro no necesitaba nada, porque lo llevaba clavado en la mente.

Desde el fondo de los siglos, Graf e Isadora volvían a mirar al mundo a través de aquel cuadro. Su expresión era enigmática. Sus ojos daban tal sensación de vida que hacían estremecer.

Sobre todo el de Graf.

Quizá era el que Hada había tratado con más cariño.

James sintió que se le secaba la boca.

Pero no hizo ningún comentario. No interrumpió a Hada. Cerró la puerta sin que ésta se diera cuenta.

Volvió junto a la ventana, pensativamente.

La tormenta empezaba a amenazar el cielo de Nueva York. Un viento helado llegaba, a través del Atlántico y subiendo por el Hudson, desde las costas de la vieja Europa.

F I N