CAPÍTULO XXI

Los ojos de Isadora giraron un momento en el vacío. Otra vez tenían aquel brillo hostil, amarillo y maligno. Eran como los de un gato que ve en la oscuridad y poco a poco buscaron la figura de Hada.

Se clavaron en ella como dos puñales. Isadora sonrió de una forma lejana, inexpresiva, exactamente como hubiera podido sonreír una muerta.

Y avanzó poco a poco.

Había una expresión atroz en su rostro.

Un odio que parecía llegar desde el fondo de los siglos palpitaba en ella. Unas manos que ansiaban matar se tendieron hacia la muchacha.

Ésta quiso chillar. Quiso chillar toda su angustia y todo su miedo, pero tampoco sus cuerdas vocales respondieron. Parecían haberse roto. Sus ojos, desencajados, vieron acercarse aquella figura que era la de la propia muerte.

Fue un auténtico zarpazo.

Las uñas de Isadora se clavaron en su cuello. Hubo una rabia infinita en aquel gesto, una rabia que estaba más allá del tiempo. La sangre brotó y a Hada le pareció que se sumergía en una especie de nube roja.

Los dientes buscaron su cuello.

No eran unos dientes afilados, no eran los que Hada siempre pensó —en los sueños delirantes de su infancia— que debían tener los vampiros. Eran unos dientes perfectos, sanos, normales, pero tan afilados y fuertes como los de un tigre.

Se hundieron en la piel de la muchacha.

Ésta sí que gritó atrozmente ahora, mientras sentía esa especial debilidad, esa indefensión que precede a la muerte. James oyó el grito desde el otro lado de la puerta mientras corría hacia una de las ventanas para tratar de jugárselo todo a una carta.

Pero ya no llegaría a tiempo.

La sangre iba brotando con rapidez. Los ojos de Isadora estaban terriblemente fijos. Cada vez clavaba con más fuerza las uñas, aquellas uñas que eran como el símbolo de su odio.

Hada ya no luchaba.

No sentía ni siquiera dolor. Estaba como hundida en las brumas de su propia muerte.

Y de pronto, todo cambió. De pronto, aquella voz…

—¡No lo harás, maldita! ¡No lo harás otra vez!…

Isadora Nubel apenas pudo volverse.

La terrible cuchillada le seccionó el cuello. La nube roja se hizo más ancha, más terrible, pero esta vez la envolvió a ella también.

Graf tenía los ojos desencajados.

No despedían ya una luz amarilla.

Era como una lucecita negra.

Una mueca de dolor crispaba su boca. Se sentía más desdichado, más aterrorizado que en cualquier otro momento de su larga vida. Los momentos de pesadilla que había pasado siglos antes, cuando vio morir a su hija, se repetían otra vez. Pero ahora luchaba.

Ahora, de entre sus labios crispados, brotaron unas frases roncas, entrecortadas, tensas…

—Lo he leído en los viejos documentos que ahora se exhiben aquí, Isadora… Esos documentos que yo no conocía, pero que fueron hallados en la comarca… ¡Fuiste tú la que provocó la invasión del castillo! ¡Fuiste tú la que hizo matar a mi hija! Tenías celos, ¿no?… Pensabas que el amor que sentía por ella era más fuerte que el que sentía por ti… ¡y la hiciste desaparecer para siempre!

Vio los ojos desencajados de Isadora. Notó que la vida se le escapaba a chorros, porque lo que no podía conseguir la mano de un hombre normal podía conseguirlo la de un monstruo de su misma clase. En sus labios hubo otra vez aquella mueca de dolor. Por primera vez, quizá desde que el castillo existía, parecieron brotar lágrimas de los ojos de Graf.

—Te lo hubiera perdonado… —susurró—. No lo hubiese mencionado jamás si no llegas a intentarlo otra vez. Tu odio ha durado demasiados siglos, Isadora… No tenías que haber intentado matar a esta muchacha sólo porque se parece a mi hija…

Ahora los ojos de Isadora Nubel estaban vidriosos. Ya no veían. El peso de los siglos había dejado de existir para ella. Las manos crispadas cayeron para siempre a lo largo del cuerpo, mientras se desplomaba a un lado de la pared.

Graf arrastró entonces a Hada. Su concepto del amor tenía unas leyes que Hada no entendería jamás, porque el amor de Graf estaba destinado a durar eternamente. Para eso tenía que convertir a Hada en lo que había sido Isadora, tenía que convertirla en su compañera infatigable, en otro fantasma de horror, en la sustituta de la que siglos antes fue su hija…

—Ven… —bisbiseó—. Bastará una noche en esos sarcófagos para que yo te dé una nueva vida… Ven… Tu existencia durará eternamente…

Las palabras penetraron poco a poco, como gotas de veneno, en el cerebro de la muchacha. Se dio cuenta de lo que le esperaba. Se dio cuenta de lo que podía ser para ella… aquella especie de vida eterna…

Se resistió con todas sus fuerzas, pero le era imposible luchar contra Graf. Éste la arrastraba lenta e implacablemente. La llevaba hacia las viejas tumbas.

—Ven…

Su voz parecía llegar desde el fondo del tiempo.

Estaban ya casi al otro lado del pasillo, bajo las luces violáceas.

Y entonces vio la muchacha surgir a James. Éste se había deslizado por la fachada del castillo, en un temerario viaje de ventana a ventana, hasta alcanzar la que correspondía a la sala de los sarcófagos. Cuando vio lo que iba a ocurrir con Hada, de su garganta escapó un grito de odio.

O quizá fue también de dolor. En aquel momento hubiera sido incapaz de explicar lo que sentía. Sujetó a Graf por la cintura, lo levantó en vilo y lo estrelló contra la pared. De los labios exangües de Graf sí que escapó un auténtico alarido de rabia.

Una daga florentina como las que había usado tantas veces apareció en su mano derecha. Hizo con ella un brusco zigzag mientras se lanzaba en tromba sobre James.

Pero éste no era un novato. Tenía una precisión de movimientos de auténtico judoka. Esquivó la puñalada, sujetó a Graf por el brazo derecho y lo volteó de nuevo contra la pared.

Pero Graf volvió al ataque.

Parecía como si los golpes no le causaran el menor efecto, como si estuviera por encima de las flaquezas humanas.

Aquello convenció a James de que no conseguiría nada luchando normalmente. A lo máximo que podía aspirar por aquel camino era a salvar la piel. De modo que empleó la única arma que en este momento le pareció eficaz, por el hecho de que procedía del mismo castillo.

Era uno de los atizadores de la monumental chimenea que ocupaba parte de la pared. Aquel atizador siempre había estado allí, y, por lo tanto, pertenecía a los Graf. Era una de las pocas armas en este mundo que podían hacerles daño. Sólo de sus propias armas, de sus propios hierros, malditos por el destino, podían llegar a ser víctimas.

El monstruo se lanzó de nuevo.

Estaba ciego de odio.

No había soltado aún su daga florentina, y confiaba en ella. Llevaba siglos usándola. Nadie la manejaba como él.

Pero estaba ante un hombre que sabía luchar y que, además, estaba tratando de salvar a la mujer a la que quería. Eso centuplicaba sus fuerzas. James logró esquivarle de nuevo y propinó un terrible, un seco golpe en el cuello de Graf.

Las vértebras de éste parecieron romperse. Sonó un terrible chasquido.

¡Pero Graf no cayó!

Volvió a atacar de nuevo, ahora bamboleándose. Y entonces el brazo derecho de James salió disparado. Al extremo de éste, aquella pieza de hierro parecía una espada.

La hundió hasta el fondo del corazón de Graf.

Hacía falta una fuerza casi sobrehumana para conseguir eso, a causa de la punta roma del atizador, pero James la tenía. La espantosa brecha que se abrió en el pecho de Graf hizo brotar un torrente de sangre. Alcanzado en su único punto vital y con una de las viejas armas de su familia, el último descendiente de los Graf, el último monstruo, cayó de rodillas mientras sus ojos se desencajaban.

Tendió las manos hacia el vacío.

Hacia la vida que dejaba atrás…

Y cayó de bruces, mientras su piel se apergaminaba, se tensaba como si fuera a romperse. Sus manos quedaron espantosamente quietas. Su boca quedó crispada en una última y definitiva mueca.

James dejó caer el atizador.

Era ahora cuando las fuerzas parecían abandonarle. Era ahora cuando se daba cuenta plenamente de todo el horror del mundo que le rodeaba.

Tomó a la muchacha en sus brazos.

Ella sollozaba espasmódicamente.

—Ya no debes temer nada —musitó él—. Nada, pequeña… Aunque quizá nos clave una multa el Estado rumano por haber estropeado la leyenda de uno de sus museos…