CAPÍTULO XVIII

El funcionario selló los pasaportes, miró con cierta envidia el magnífico reloj suizo que llevaba el joven y preguntó por rutina:

—¿Turismo?

—Estudios —dijo James—. Quiero hacer unas investigaciones pictóricas por cuenta de la Fundación Rockefeller.

—Ah, sí, Rockefeller… Mucho dinero, ¿no?

—No crea… Para tabaco y poca cosa más.

El funcionario lanzó una carcajada.

—¿Dónde van a residir mientras estén en el país?

—En el hotel Athenea, de Bucarest, pero sólo un día. En realidad no vamos a detenernos en la capital.

—¿Pues dónde?

—Busco una vieja residencia. Quizá usted la conozca… Debe estar en los montes de Transilvania.

—Allí todas las residencias son viejas y muy hermosas. Últimamente vienen muchos directores de cine a trabajar en ellas.

—Me refiero a la vieja residencia de los Graf.

—Los Graf… Ese nombre me suena. Espere.

Hizo una seña a la funcionaria de una ventanilla cercana e indicó a los dos viajeros que podían pasar allí. La funcionaría, que pertenecía a Turismo, consultó en un catálogo y les indicó que el castillo de los Graf se encontraba, efectivamente, en los montes de Transilvania, pero que había sido socializado y convertido en un museo.

—Tiene magníficas obras de pintura y hasta viejos documentos encontrados en la comarca —dijo—. Antiguamente la zona resultó muy movida, ¿saben? Guerras, tumultos… Y hasta el castillo tuvo mala fama. Varias veces nos han pedido permiso para rodar películas en él, pero nunca lo hemos concedido porque es una institución cultural de gran categoría. Tememos que los equipos de filmación estropearan alguna cosa.

—Comprendo —murmuró James—. ¿Y dice que hay viejos documentos hallados en la comarca? ¿Y cuadros?

—Sí. Todo de un enorme interés. ¿Quieren ir allí? Les advierto que no hay ferrocarril, y la mejor manera de llegar hasta allí es poniéndose de acuerdo con la agencia estatal de viajes o alquilando un coche.

—Creo que ésa sería la mejor solución —dijo pensativamente James—. ¿Dónde puedo alquilar uno?

—En aquella ventanilla.

—Gracias.

Los dos fueron hacia el sitio indicado. Una empleada que hablaba en perfecto inglés les aseguró que habían estado de suerte. Todos los coches estaban ocupados, pero acababa de llegar uno, un «Volga», justo desde el castillo de Graf.

—Lo alquilaron dos personas —explicó—, y lo abandonaron allí. No lo entiendo. Nos lo han devuelto esta misma mañana. James se estremeció.

No supo por qué.

—¿Cuál es? —bisbiseó.

—Aquél.

Hada, que había asistido al diálogo en silencio, apretó los labios con un gesto de inquietud.

—No hay duda de que se trata de un coche que tiene ambiente —dijo, casi sin voz.

James musitó:

—En eso tienes razón. No le falta ambiente. Y si es cierto lo que estoy pensando, hasta tiene demasiado ambiente.

Pero se dirigió a él. No vaciló a pesar de que tuvo la sensación de que entraba a pie en su propio coche funerario.