El funcionario de la policía rumana que controlaba los pasaportes en el aeropuerto de Bucarest dirigió una respetuosa ojeada al hombre y la mujer que estaban ante él. Vestidos con una irreprochable elegancia, aunque ya pasada de moda, el pasaporte que le exhibían demostraba que eran dos personas de alta categoría ante las que necesitaba demostrar la mayor deferencia.
Puso el tampón y sonrió cortésmente.
—Spasiva, tovarich —dijo, pronunciando el ruso con un acento perfecto[1].
Y tendió el pasaporte a Graf. En él figuraban los retratos, ya un poco apergaminados, de éste y de su esposa.
Según el pasaporte —falsificado con una perfección que el funcionario no pudo notar—, el camarada Igor Gouzenko era miembro del Comité Central del Partido y se encontraba en Rumanía para asistir a una conferencia diplomática de alto nivel, en compañía de su esposa. De modo que incluso les acompañó a la salida del aeropuerto.
Graf, que acababa de llegar en vuelo directo desde Londres, después de desorientar a sus perseguidores —o al menos eso creía él— a través de medio mundo, se dirigió hacia el coche alquilado que ya le esperaba en el parking. Puesto que Rumanía recibe anualmente a muchos millones de turistas, las grandes firmas internacionales de alquiler de coches tienen agencias allí. El que esperaba a Graf era un lujoso «Volga» ruso. Firmó el recibo con un gesto displicente, dio una fantástica propina al empleado que los había estado esperando y se puso al volante para conducir hasta el centro del país.
Sus facciones seguían siendo herméticas.
No se movía en ellas ni un músculo.
Pero Isadora, que le conocía bien —¡y tan bien!— adivinaba en él un cambio. Ese cambio se insinuaba en sus ojos. Los de Graf tenían ahora una chispita de nostalgia, una lucecita remota de añoranza. Ciertamente, aquello significaba para él volver a su país después de casi treinta años de ausencia.
A Isadora le ocurría lo mismo.
También había en sus ojos una chispita más amarilla que de costumbre.
—Todo ha cambiado mucho —dijo ella, en voz baja—. Parece otro país… ¡Todo es tan distinto!
—El paisaje no —dijo suavemente Graf—. Los árboles centenarios siguen siendo los mismos. Mira… Aquel parque lo hizo construir el padre del rey Carol.
Bucarest es una gran ciudad-jardín, y sus alrededores tienen una señorial belleza. Nada había cambiado en aquel sentido en los últimos años, a pesar de que el régimen del país fuera tan distinto. Mientras tomaban la carretera que llevaba al norte, Graf musitó:
—En la época de Antonescu[2] estábamos aquí tranquilos. Luego vinieron los rusos y lo estropearon todo con su estúpida manía de la igualdad. El señorío de estas tierras se estaba perdiendo. Los grandes barones como nosotros tuvimos que huir porque la vida aquí se había hecho imposible. Pero ahora el país va recobrando la normalidad, ¿no te parece? Y hasta creo que encontraremos intacta nuestra vieja casa.
Salieron de dudas unas horas más tarde, cuando el «Volga» les llevó hasta lo más abrupto, lo más inaccesible —y también lo más hermoso— de los montes de Transilvania. La luz del cielo, dulcemente matizada, recortaba con más limpieza que nunca la Torre del Homenaje de la que fue residencia feudal de los Graf. Los dos se dieron cuenta de que el edificio, tantas veces destruido, había sido reconstruido por completo y tenía un magnífico aspecto. El escudo señorial seguía campeando sobre la entrada, como lo estuvo durante tantos siglos, incluso cuando los cosacos de Catalina la Grande amenazaban las tierras de Rumanía.
Todo era como un sueño.
Era como volver a empezar.
Sólo una cosa había cambiado.
—Mira —dijo Isadora en voz baja.
Graf arqueó las cejas. Su aspecto cambió y en unos breves segundos se hizo mefistofélico, lúgubre.
Un funcionario vestido de gris paseaba por delante de la puerta, yendo de un lado a otro del viejo puente levadizo. Algunos colegiales salían de él. La explicación no la tuvieron hasta que pudieron leer la placa que había a un lado de la puerta: «Museo de la República Socialista de Rumanía. (Arte medieval).»
Graf apretó los labios demasiado rojos.
Habían convertido la hermosa casa en un museo. Pero bien mirado, ¿qué tenía eso de malo? Eso significaba que la habían mimado, que la habían reconstruido. Que las viejas piedras y los viejos papeles estaban en su sitio. Y que incluso cosas que ellos creían perdidas entre las ruinas habrían sido halladas y puestas a buen recaudo. Pensando la cosa con calma, no podían haber soñado nada mejor.
El funcionario se acercó a ellos.
—Pueden estacionar el coche al otro lado del jardín —dijo—. ¿Quieren visitar el museo? Aún faltan dos horas para que lo cerremos.
Graf sonrió.
—Naturalmente… —dijo—. Nunca hubiese imaginado que existiera una mansión así… Es preciosa.
—Los dueños murieron hace varios siglos —dijo el funcionario—. Ahora pertenece al Estado.
—Pobres dueños —dijo suavemente Graf, con aquella expresión que no se sabía si era burlona o terriblemente seria—. Rezaré por ellos.
Y entró en el museo, pero pasando por taquilla. Era la primera vez que le hacían pagar dinero por poner los pies en su propia casa.
* * *
El funcionario miró el reloj.
—Eh, tú, Pavel —dijo.
Un compañero se acercó. Tenía ya en las manos la llave con la que iba a cerrar la enorme puerta.
—¿Qué pasa, Nades?
—¿Tú has visto salir a aquel matrimonio? ¿Los dos que iban en el «Volga»?
—No, no les he visto. Pero ya deben haberse ido porque no se ve el coche.
—Es que lo han puesto al fondo del jardín. Quizá no se vea por eso.
—Bueno, ¿y por qué te preocupas? Seguro que se han ido ya, hombre. Ayúdame a cerrar.
Los dos hombres afianzaron bien la puerta. Luego uno de ellos se alejó, mientras Nades se dirigía al fondo del jardín por si aún estaba allí el «Volga».
No acababa de sentirse tranquilo.
En los ojos de aquel hombre y aquella mujer había visto algo distinto, un extraño reflejo amarillo, una lucecita infernal, un chispazo del más allá que le hubiera quitado el sueño.
De pronto se estremeció.
El «Volga» estaba allí.
Estaba allí como una masa quieta, silenciosa, negra bajo las estrellas.
Eso significaba que los dos visitantes aún se encontraban dentro. Nades avanzó con las facciones crispadas y todos los músculos en tensión.
Y de pronto captó aquella lejana, aquella profunda respiración. Era una cosa muy extraña.
Era como si respirase el parque entero.
Como si respirasen los árboles, las sombras, las piedras que tenían siglos de antigüedad. Como si respiraran incluso las remotas y silenciosas estrellas.
Nades se volvió.
Sin embargo, allí había algo humano.
¡Alguien estaba respirando ansiosamente tras él!
Al volverse del todo, sus ojos se desencajaron y estuvo a punto de lanzar un grito. Pero ni eso pudo. Vio de repente aquel parpadeo amarillo, aquellas zarpas, aquellas uñas, aquella piel apergaminada… ¡aquella siniestra boca!
Parecía increíble lo que había cambiado la mujer desde la tarde. En estos momentos era una siniestra vieja. Había en ella algo trémulo, caduco, algo que parecía a punto de desintegrarse y morir.
Pero, sin embargo, tenía la agilidad de una joven. Miró con ansia al hombre. Antes de que él gritara, Isadora… ¡saltó!
Se oyó una especie de rugido gutural.
Rodaron por el suelo. El hombre trató de desasirse, pero no pudo. Se hundieron entre unas zarzas y de pronto sintió que las uñas penetraban en su carne.
También penetraron los dientes. Aquellos dientes afilados, duros, certeros como bayonetas.
El hombre sintió que todo daba vueltas. Notó que le dominaba una progresiva debilidad. De su garganta escapó apenas un estertor.
Un sonido de succión, un sonido áspero y siniestro, cada vez más rápido, llenó las sombras de la noche.