Cuando Hada recobró el sentido, tuvo la brusca sensación de haber estado soñando. Recordaba muy confusamente lo que había sucedido hasta aquel momento; la persecución, los cuatro jovenzuelos manoseándola, su sensación de horror, su caída en una especie de abismo sin fondo… Todas aquellas cosas formaban en su cerebro una brutal pesadilla. Le pareció por unos momentos que nada de aquello había sucedido, que todo era un sueño irreal. Pero al advertir, al tacto, que tenía las ropas destrozadas, se dio cuenta de que no, de que por desgracia había sido una sucia verdad.
Sus sentidos fueron despertándose del todo. Se dio cuenta de que estaba tendida en el suelo alfombrado de algún sitio y de que la rodeaba la más absoluta oscuridad.
Palpó.
Tenía una especie de techo muy bajo sobre su cabeza. Las paredes del recinto eran metálicas.
Tuvo un estremecimiento de horror.
¡La habían encerrado en el maletero de un enorme coche! ¡Tenía que ser el «Lincoln»! ¡La habían metido allí para luego poder ultrajarla!
No sabía lo que había sucedido desde el momento en que la tendieron en la hierba. Ignoraba que los tres jóvenes estaban desangrados y muertos. La impresión que tuvo fue la de que seguían vivos y vendrían a buscarla.
Sus dedos palparon ágilmente la cerradura del capó.
No estaba cerrado con llave. Pudo vencer la resistencia del mecanismo y abrir. Lo primero que le sorprendió entonces, rompiendo el silencio, fue el croar monótono de las ranas.
Debía estar muy cerca de un lago.
Miró en torno suyo. La oscuridad era casi completa, pero la luz de las estrellas se reflejaba en las aguas del lago. A la izquierda había un bosquecillo. A la derecha una elegante mansión del Sur en cuyo porche había dos luces encendidas.
Todo tenía una solemne calma. El croar de las ranas tranquilizaba los nervios.
Hada se dio cuenta de que tenía una magnífica oportunidad para huir y se deslizó silenciosamente fuera del coche. Vio que, en efecto, era el «Lincoln». A poca distancia estaban las sombras, y más allá se insinuaban las luces de una carretera.
Avanzó con el corazón encogido. Pisaba tan suavemente que ni siquiera crujían las hojas. Por un momento pensó que ya tenía la libertad al alcance de su mano.
Y de pronto todo cambió.
Oyó un crujido a su espalda.
Aquella zarpa cayó sobre ella.
Hada se estremeció mientras sentía el frío de la muerte en sus huesos, en el fondo de su sangre.
Pero sin embargo nada temible ocurrió. Al contrario, la voz fue conciliadora y dulce. Los ojos casi amarillos del hombre la contemplaron entre las sombras.
—No temas —dijo—, no voy a hacerte ningún daño. Te había escondido ahí dentro precisamente para que no te ocurriera nada.
Hada le miró sin comprender. Por un momento sintió un ciego terror, un miedo espantoso que estuvo a punto de hacerla chillar hasta el paroxismo. Pero por otro lado se dio cuenta de que la mirada de aquel hombre era dulce. Sus manos la rozaban casi con suavidad. Debía ser cierto que no quería hacerle ningún daño.
—¿Qué quiere? —balbució Hada cuando fue capaz de hablar—. ¿Usted me ha salvado de aquellos tres salvajes?
—Sí.
—¿Cómo ha podido hacerlo? Eran tres contra uno…
—Tengo ciertas habilidades —dijo Graf, con la misma entonación suave—. No soy lo que se llama un hombre indefenso. Los tres se pusieron pesados y ya están en el fondo del lago. No debes temer más por ellos.
Hada se estremeció de nuevo.
—¿En el fondo del lago? —pudo decir.
—Olvídalos.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Graf.
—Usted mató a Ketty… Yo vi como… como…
Y bruscamente el horror del recuerdo la estremeció de nuevo. Fue a chillar. La mano huesuda le tapó entonces la boca.
Pero lo hizo suavemente, casi con ternura. Era extraño, pero cada vez que aquel hombre la rozaba el miedo desaparecía del corazón de Hada. Era como si la hipnotizase.
—No temas, no te ocurrirá nada malo —insistió él—. De momento no vas a vivir en esta casa. Quiero que elijas tú misma tu residencia.
Ella musitó asombrada:
—¿Eso quiere decir que me deja libre?
—Sí. No quiero que vivas en esta casa porque ella cree que estás muerta. Si te viese me vería obligado a dar explicaciones que no quiero dar.
—¿Ella? ¿Quién es ella?
Y de pronto la muchacha lo comprendió, sin necesidad de que le llegase la respuesta.
¡Ella tenía que ser Isadora Graf! ¡La mujer del cuadro!
¡Estaba en poder de aquellos dos repulsivos seres! ¡Estaba en el fondo del abismo!
Pero, sin embargo, aquella mano seguía acariciándola con ternura. El roce de los dedos producía a Hada una suave quietud. Poco a poco se fue rehaciendo.
Además, necesitaba demostrar que no tenía miedo y aprovechar aquella oportunidad para huir.
—Viviré en un hotel de Commerce Street —dijo—. El Tívoli.
—De acuerdo… Perfectamente de acuerdo. Y ahora vete.
Latía una suave dulzura en la voz de Graf.
Tanto que la muchacha se estremeció. Aquella dulzura la aturdía mucho más que una amenaza.
—¿Puedo usar el «Lincoln»? —musitó.
—No. Tiene manchas de sangre y conviene que nadie lo vea. Ese coche he de hacerlo desaparecer. Lo que te conviene es atravesar el bosquecillo y llegar a la calle que hay más allá: pasan autobuses hacia el centro cada diez minutos.
A Hada le parecía estar viviendo un increíble sueño. Aquella conversación tan normal, casi tan dulce, con un asesino que había surgido del fondo del tiempo, la aturdía completamente. Pero le convenía aceptar, de modo que se dirigió hacia el bosquecillo.
Lo atravesó poco a poco.
Mil susurros llenaban la noche.
Era estremecedor lo que pasaba allí. Resultaba increíble que las luces, situadas a tan corta distancia, se extinguieran entre los árboles de una forma tan completa.
Era igual que avanzar por un túnel.
Desde la lejanía llegaba el rumor monótono, inacabable de las ranas.
Y de pronto Hada sintió que sus dientes entrechocaban. Cerró la boca con tal fuerza, que el golpe casi repercutió en el cerebro. Porque bruscamente acababa de encontrarse ante aquella cara.
Aguardaba entre los árboles.
Era aquella cara sin edad, aquella cara muerta y al mismo tiempo hermosa: aquellos ojos amarillos, aquellos labios demasiado rojos, aquella piel tal vez demasiado lívida, demasiado blanca…
Y aquellas manos delicadas.
Aquellas manos terminadas en largas uñas que se dirigían hacia ella.
En aquellos ojos supo leer la muchacha un odio satánico, un odio que estaba más allá de este mundo.
De la garganta de Isadora escapó un grito gutural. Parecía lanzado por el pico de un ave de presa.
Las manos la acorralaron contra un árbol. Hada chocó con el tronco y quedó medio aturdida, mientras un aliento helado llegaba hasta su nuca. Las uñas le desgarraron el cuello.
Pero no era sólo eso. Isadora Graf no buscaba acabar con ella lentamente, sino por la vía rápida. En su mano derecha apareció una auténtica daga florentina adornada de brillantes. Buscó con la punta el corazón de la muchacha.
Esta pudo apartarse a tiempo. No en vano era joven y conservaba una endiablada agilidad. La punta de la daga se hundió en el tronco del árbol, mientras sonaba otra vez aquel grito gutural.
Se oyó la voz de Graf desde lejos. Graf se estaba acercando al bosquecillo, aunque sin duda aún no veía nada.
—¡No lo hagas! —gritó—. ¡Déjala!
Isadora barbotó:
—¡Tú me dijiste que estaba muerta!
Y volvió a empuñar la daga. Hada había caído al suelo. Vio flotar encima de su cabeza aquellos diabólicos ojos amarillos y el brillo del acero que significaba la muerte.
Otra vez la daga florentina buscó su corazón.
Ahora el golpe era seguro.
Pero en ese momento los faros de los coches iluminaron el bosque como si fuese de día. Fue algo increíble. Los chorros de luz parecieron surgir de todas partes, como en el escenario de un teatro.
Inmediatamente se oyeron gritos.
—¡Allí!
—¡No disparéis! ¡Acorraladlos!
—¡Yo me acercaré! ¡No hagáis fuego!
Hada lanzó un gemido donde la ansiedad se mezclaba a la esperanza: acababa de reconocer la voz de James. Se dio cuenta de que habían dado con su paradero y de que estaba salvada.
En aquel momento nada tan fácil para Burke como matar a Isadora Graf, a la que veía claramente a la luz de los faros. Habían tenido suerte al acertar en la primera de las seis casas sospechosas que señalaron James y él. Una ráfaga de metralleta hubiera acabado con sus problemas y habría resuelto seguramente el caso.
Pero no se atrevió. Necesitaba interrogar a aquella diabólica pareja. Por eso repitió la orden a sus patrulleros:
—¡No tiréis! ¡Hay que rodear la zona!
Isadora Graf tuvo un leve respiro para correr entre los árboles y salir de la zona batida por los faros. Graf la esperaba junto a la casa. Señaló el «Mercedes» con un gesto febril.
—¡Aprisa! ¡Aún podemos huir! ¡Hacia el norte hay pantanos!
Conocía perfectamente aquellas tierras desde la época en que toda la zona era un conjunto de marismas por las que se deslizaban los indios. Pero sobre todo conocía técnicas que el hombre moderno ya había perdido: por ejemplo, el lanzamiento implacable del cuchillo.
Vio a un policía que se acercaba con su linterna.
De la derecha de Graf partió algo parecido a un delgado estilete. El policía se detuvo en seco al notar un leve pinchazo, pero sin sentir aún ningún dolor.
De pronto sus rodillas se doblaron.
No sabía lo que le ocurría.
Era como si con un bisturí le hubiesen cortado el corazón en seco…
Graf aprovechó la momentánea desorientación de sus perseguidores para tratar de escapar al cerco. Éste aún no se había consumado porque lo único que hacían por el momento los patrulleros era hurgar en la oscuridad con sus luces. Dio gas al «Mercedes» y éste salió disparado hacia el lago, dando la sensación de que quería hundirse en él.
Pero Graf sabía que había allí un sendero de la amplitud justa para que pasase el coche. Aquel hombre del siglo XVI manejaba con mucha más pericia, con mucha más experiencia que un hombre del siglo XX. Bordeó materialmente el lago y salió a la carretera por un repechón casi vertical, que parecía imposible pudiera remontar un coche.
Isadora iba a su lado. Tenía las facciones crispadas, pero no era de miedo. Parecía ausente, lejana…
Burke se dio cuenta de que aquel diablo sabía mucho más de lo que él había imaginado al principio. Al advertir la maniobra, lanzó un grito de rabia y ordenó a dos de sus patrulleros que siguieran al fugitivo. Los motores de los coches rugieron al iniciar la salida.
Aquello parecía Le Mans.
Sin saber que perseguían a un extraño ser que les llevaba siglos de ventaja, a un lejano monstruo que procedía de un mundo de pesadilla, los policías dieron gas a fondo. Vieron las luces de stop del «Mercedes» perderse en una curva a una velocidad suicida.
Pero ellos tampoco eran mancos.
Haciendo sonar sus sirenas, lanzaron sus motores al máximo. Los cambios de marcha crujían y los neumáticos casi arrancaban chispas al asfalto a cada viraje. Los aullidos de las gomas, cuando patinaban, parecían arrancados a una garganta humana.
Parecía increíble…
No ganaban terreno al «Mercedes».
En línea recta se situaban bien, pero cuando había curvas el coche perseguido volvía a desaparecer. Las tomaba más rígidamente aún, que si fuera un tracción delantera. No se despegaba ni un milímetro del asfalto, a pesar de su fantástica velocidad. Y ni siquiera hacía cantar los neumáticos. Graf conducía como un señor.
—Ese tío tiene que ser un campeón de Indianápolis —dijo uno de los policías, asombrado—. ¿De dónde diablos habrá salido?
—No te preocupes. Se acerca a la autopista y allí tendrá que detenerse entre las casetas de control. Está perdido.
Graf también lo sabía.
Todo dependía ahora de su serenidad en las próximas curvas. Pero serenidad, precisamente, no le faltaba; ningún hombre de las últimas generaciones tenía sus nervios.
Tomó la curva más ceñida que nunca. Y de pronto pareció como si el coche fuera a salirse de la carretera.
Isadora ni se alteró.
Confiaba en él.
Graf dejó el coche materialmente cruzado en la curva, mientras abría la portezuela de su lado y gritaba:
—¡Salta!
Ella demostró también una agilidad envidiable. Los dos se separaron del coche en el momento en que los dos patrulleros tomaban la curva a cerca de ciento treinta por hora.
No pudieron ya frenar. Los ojos de todos los que iban en aquellos bólidos se desencajaron al ver el «Mercedes» cruzado en la carretera. El segundo coche se salió de la pista, en un esfuerzo terrible y desesperado para evitar la colisión, chocó contra la valla protectora, salió despedido y se desintegró en el aire, convirtiéndose en una auténtica bola de fuego. El otro, el primero, ni siquiera eso pudo hacer. Se empotró de lleno en el «Mercedes» y sus tres ocupantes quedaron convertidos en algo así como un nuevo producto farmacéutico: papilla de policía. Ni siquiera se dieron cuenta de que morían. Entre el grito que empezó a surgir de sus gargantas y la muerte por aplastamiento, pasaron apenas dos segundos. Mucho menos se dieron cuenta aún, por supuesto, de que sus cuerpos se convertían en unas antorchas llameantes.
Desde el borde de la carretera, más allá de la valla protectora, Graf dijo con la mayor tranquilidad:
—Hermoso espectáculo… Lástima que no pueda acercarme a encender un cigarrillo.
Isadora tenía las facciones herméticas.
—Alejémonos de aquí —dijo—. Si no recuerdo mal, al otro lado de la vía férrea hay un atajo que conduce a Dallas.
Lo siguieron con la mayor tranquilidad. A la entrada de la capital se detuvieron incluso en un snack a beber un trago.
Graf examinó el catálogo de bebidas.
—¿Qué te gustaría? —musitó.
—Tú bien lo sabes…
Graf miró al camarero y dijo con indiferencia:
—Dos zumos de tomate bien espesos. Ah… Y ponga en cada uno de ellos una guinda…