CAPÍTULO XI

El fugitivo encontró la puerta abierta. Jadeando como una bestia acosada pasó al interior. Vio que todo estaba amueblado con gusto exquisito, al viejo estilo colonial americano, y que hasta los menores detalles indicaban que allí vivía gente rica.

Cerró a su espalda.

Pasó el pestillo.

Menos mal.

Se había librado de una horrible y además inexplicable muerte.

En aquella casa habría un teléfono desde el cual poder avisar a la policía. No le importaba lo que pasara después con los interrogatorios. Lo esencial era salvar de momento la piel…

Pisó las mullidas alfombras y atravesó una puerta. Vio una salita acogedora e íntima. Y en la salita una mujer.

Sus ojos se entornaron.

Qué extraña mujer aquélla…

Qué seductora, qué bonita… ¡y al mismo tiempo qué inquietante! Había en ella algo que embrujaba, que hacía perder la medida de las cosas.

Pero al mismo tiempo daba miedo…

Isadora le sonrió suavemente.

—¿Quién es usted?

—Me llamo Ray…

—¿Qué le pasa? Parece muy asustado. ¿Quiere beber algo?

—¡Para beber estoy ahora! —Ray recobró de pronto toda su confianza—. ¡Lo que necesito es un teléfono! ¡Pronto! ¡Un teléfono para llamar a la policía!

—¿La policía? ¿Qué pasa?

—¡Ahí fuera están asesinando a mis amigos! ¡Mejor dicho, han sido asesinados ya! ¡Yo he escapado de milagro!

Isadora no contestó. Fue hacia la ventana y miró distraídamente al exterior. Pudo ver perfectamente una chica caída en la hierba, sin sentido, y que supuso sería la próxima víctima. También había dos jóvenes muertos que estaban siendo arrastrados por Graf hacia un sitio más discreto. Sin duda iba a darse un magnífico festín antes de empezar con la muchacha.

Sonrió.

—No veo nada —dijo—. Ahí fuera no hay nadie.

—¿Pero qué pasa? ¿Es corta de vista? ¡Dígame inmediatamente dónde está el teléfono!

Ella se sentó.

Sabía cómo hacerlo. El sexy no es una cosa que se haya inventado ahora, y ella había aprendido las posturas más sugestivas con las perversas cortesanas de la Francia de Luis XV. Se la podía llamar cualquier cosa, pero no novata. Ray quedó sin habla.

No estaba acostumbrado a aquello. Las únicas muchachas de las que había conseguido algo sin forzarlas, eran chicas semidrogadas que se dejaban caer sobre las alfombras como si tuvieran epilepsia.

¡Qué distinta era ésta!

¡Qué gracia diabólica tenía!

Isadora musitó:

—¿Qué pasa? ¿No te sientas?

—Por favor, dame el teléfono…

—Ven aquí antes, hombre. Bebe algo… ¿Quién crees que va a buscarte en esta casa?

Y añadió con felina suavidad:

—No corres ningún peligro…

Él se dejó convencer. Había algo magnético en aquellos ojos. Había algo inquietante y mórbido en aquellas curvas que se le exhibían tan pícaramente.

Se sentó junto a ella y buscó sus labios. La proximidad de la muerte le dotó de una especie de extraño frenesí. Lo cerca que había estado de perder la piel le llenaba de ansias de vida.

Pero encontró que aquellos labios estaban helados.

Y secos, terriblemente secos. ¿Podían saber a arena los labios de una mujer?

Ella apartó un poco la boca para susurrar:

—Me hacías falta…

Y le clavó las uñas. Se las clavó tan fuerte que Ray tuvo que lanzar un gemido de dolor, de sorpresa, de angustia…

Ella le atrajo con las uñas clavadas mientras decía suavemente:

—Ven…