CAPÍTULO X

Aquellos tres jovenzuelos, aquellos tres refinados hijos de zorra procedían del fondo de lo que se ha dado en llamar sociedad de consumo, en el sentido peyorativo de la expresión. Para ellos la vida empezaba y terminaba en una botella de licor y en un buen coche. Nada más. La botella de licor les animaba y el buen coche les proporcionaba todas las mujeres que les hacían falta.

No porque ellas quisieran acompañarles voluntariamente, desde luego. Sino porque en ciertas calles solitarias de Dallas ninguna chica se resistía a la amable invitación de tres individuos que la arrastraban a la fuerza.

No era de extrañar que los policías de la ciudad llevaran los revólveres siempre en actitud de sacar, al estilo del viejo Oeste, y que no dieran el alto más de una vez. No era de extrañar tampoco, que los miembros de la pandilla fueran cuatro hasta el mes anterior. Ahora eran sólo tres porque uno yacía en el cementerio municipal con la bala de un «Colt» reglamentario en la cabeza.

Tomaron la curva a velocidad suicida y abrieron una de las portezuelas posteriores del lujoso «Lincoln» robado.

—¡Afuera!

La chica salió despedida.

Tropezó en su vuelo con un poste del alumbrado y quedó hecha un ovillo, terriblemente quieta.

Sus ropas estaban desgarradas. De algunas contusiones brotaba la sangre.

Pero las tres hienas motorizadas no estaban satisfechas. Aquella muchacha raptada a dos millas de allí, en un snack de la carretera, les había dado mal juego dentro del coche. Había demostrado ser una fierecilla con mucha más fuerza de la que imaginaron. Si ella tenía moraduras en todo el cuerpo, ellos también. Uno presentaba una lamentable cicatriz junto a un ojo a causa de un taconazo.

—Tenemos que buscar otras.

—Pero una que sea más débil. Y con esa nada de contemplaciones. Hay que aporrearla bien desde el primer minuto.

—Cierto. Eso es. Hay que cargársela enseguida.

—¡Mirad!

—¿Qué?

—¡Allí!

En efecto, una chica salía despavorida de una casa. Sus rodillas vacilaban. Daba la sensación de ir a caer sobre el asfalto mojado de un momento a otro.

Ninguno de los tres pájaros sabía que se llamaba Hada. Ninguno podía sospechar ni de lejos lo que le había sucedido.

Sólo una cosa era evidente: una muchacha que apenas podía andar, menos podría resistir las acometidas combinadas dentro del coche.

—¡Búscala!

El sitio era solitario.

Ni soñado para aquello.

El «Lincoln» hizo un rápido zigzag y cortó bruscamente el paso a Hada. Ésta lanzó un gemido creyendo que habían querido atropellarla.

Las portezuelas se abrieron.

—¡Tú adentro!

Manos ansiosas se tendieron hacia Hada. Ésta no pudo resistirse. Después de la espantosa tensión anterior, aquella brutalidad la dejaba desarmada.

Fue introducida a la fuerza.

—¡Es estupenda!

—¡Qué hallazgo, muchachos!

—¡Y apenas se mueve! ¡Tú llévanos al lago!

Hada tenía los ojos desencajados.

Sabía que era inútil chillar. El automóvil rodaba a gran velocidad, buscando las calles solitarias, y nadie la oiría.

Manos ansiosas buscaron su cuerpo.

Ninguno de los tres distinguidos hijos de perra notó que un «Mercedes» despegaba de la acera a poca distancia de la casa, cuando su conductor vio lo que pasaba con la chica. Era un extraño conductor de ojos amarillos y de boca espantosamente roja; un extraño hombre de edad indefinible, de manos huesudas y de expresión fría como el hielo.

Conducía muy bien.

Mejor que cualquier chófer de los Estados Unidos, comprendidos los pilotos de carreras. No en vano la mayor experiencia que podían tener éstos se limitaba a cuarenta años de volante. En cambio Graf llevaba conduciendo desde 1890. Uno de los tres primeros coches que rodaron por Budapest fue suyo.

Sin precipitarse, con prudencia, pero sacando todo el juego a su poderoso motor, fue manteniendo la distancia con el «Lincoln». Ni el conductor ni los otros dos se dieron cuenta. Además el «Lincoln» daba terribles bandazos que le impedían sacar ventaja.

Graf vio adonde se dirigían.

Sonrió siniestramente.

Tenía gracia.

Como quien dice, iban a ser huéspedes del jardín de su finca.

El «Lincoln» se detuvo de pronto sobre la hierba. La portezuela se abrió. Hada salió despedida y trató de correr.

Uno de los jovenzuelos le hizo un auténtico placaje de rugby.

Rodaron los dos por el suelo.

Uno de sus compañeros salió también. El conductor se dispuso a cerrar el contacto para estar más tranquilo.

Empujó la portezuela.

Y de pronto se estremeció.

¿Qué era aquello?

¿De dónde había salido aquella mano huesuda? ¿De dónde aquel extraño tipo vestido de negro? ¿De dónde aquellos ojos amarillos?

—¡Eh, suélteme! —masculló—. ¡Váyase al infierno, maldito hijo de la bofia!

—¿La bofia? —preguntó Graf, lentamente—. ¿Qué es la bofia?

—¡La policía!

Graf lo atrajo hacia sí por encima del borde del asiento.

Tenía una fuerza inhumana.

Sus ojos brillaron diabólicamente como si se dispusiera a celebrar un festín de sangre.

Y en realidad eso era.

Un festín teñido de rojo…

El joven lanzó un aullido, pero ninguno de sus compañeros lo oyó. Los agudos dientes (y sin embargo, parecían unos dientes tan normales…) le habían seccionado la yugular. Un chorro de sangre empezó a manchar la tapicería mientras las manos le soltaban.

Una mueca de espantoso horror se dibujó en la cara del joven al verse libre. Salió del «Lincoln» lanzando gritos guturales. Sus ojos desencajados se clavaron en sus compañeros que aún no habían conseguido nada, excepto destrozar los vestidos de Hada.

Éstos vieron la sangre.

No lo entendían.

Uno de ellos barbotó:

—Pero Kent…

Tuvo que callarse, porque la sangre le estaba salpicando. Se dio cuenta con horror de que Kent se moría. Las cuatro manos que aferraban a Hada la soltaron bruscamente.

¿De dónde había salido aquella especie de fantasma? ¿Por qué sus ojos les miraban de aquella manera? ¿Por qué su boca estaba tan espantosamente manchada de sangre?

Ninguna de aquellas preguntas tuvo respuesta.

Graf aferró por los cabellos a otro de los atacantes. Lo arrastró. El que seguía junto a Hada sacó un cuchillo.

—¡Suéltelo! ¡Suéltelo o le abro en canal!

Graf ni se molestó en contestar.

Vio venir a su enemigo con el cuchillo por delante.

Pero para Graf aquello era un juego de niños. La gente de ahora —según pensaba él— ya no sabe emplear el cuchillo bien. Doscientos años antes aún seguía siendo un arma eficaz y peligrosísima, pero ahora no lo es, porque no sabe usarse a conciencia. Aquel jovenzuelo, por ejemplo, daba pena.

Graf lo rechazó con un puntapié al bajo vientre. Luego le hizo una presa que le habían enseñado en los barrios bajos de Estambul, en la época de los sultanes, los antiguos jenízaros turcos.

Se oyó un terrible alarido de dolor.

Graf le había roto la columna vertebral.

Lo dejó caer a sus pies como un pingajo.

Pero el otro ya se había escapado. No se acordaba de nada ni de nada que no fuera su deseo frenético de huir. Corrió locamente hacia la casa.

Graf no le persiguió.

¿Para qué?

También Isadora tenía derecho a su ración aquel día…