CAPÍTULO VIII

La tormenta estaba descargando sobre Dallas.

Era una tormenta cálida e insistente que había estado subiendo desde el golfo de México y que hacía que la capital quedase envuelta en una nube de humedad. El aire era bochornoso y parecía cargado de corrientes eléctricas. La gente estaba nerviosa. En aquel día los psiquiatras habían recibido más visitas que nunca, se habían producido muchos accidentes de coche y una gran cantidad de suicidios inexplicables.

Cuando un cierto nivel de vida no va unido a un cierto nivel de fe, pueden producirse todas esas cosas.

Sin embargo, Hada estaba tranquila. Le gustaba aquella lluvia que le recordaba a los trópicos. Marcó un número en el teléfono y preguntó:

—¿James?

La voz de James le respondió nítidamente desde poca distancia:

—Hola, Hada. ¿Desde cuándo estás en Dallas?

—Llegué anoche. Supe que estabas aquí y vine enseguida. ¿Cómo han marchado para ti las cosas?

—Mal. Muy mal.

—¿También mal en Montevideo?

—Si. Allí peor que en ningún sitio.

—¿No te estarás obsesionando demasiado con este asunto, James? ¿Crees que realmente hay algo detrás de todo esto?

—Ahora estoy seguro. Son demasiadas las cosas que se vienen acumulando. Estoy convencido ahora de que en todas las centrales de policía del mundo se guardan noticias de crímenes inexplicables que se fueron olvidando y que tienen relación con este caso. Ahora se ha transformado en algo así como la obsesión de mi vida. No podré olvidarlo mientras no lo resuelva.

—Eso es lo terrible, James: que estás obsesionado.

Él vaciló un momento.

—No hace falta que hablemos de esto por teléfono, Hada. Iré a verte. No nos habíamos encontrado desde aquella exposición de la Fundación Rockefeller, cuando te mostré el cuadro de Isadora Graf, ¿recuerdas?

—¡Claro que lo recuerdo! ¡Cuento cada día en que no te veo! ¡Y hasta cada hora!…

Y la muchacha envió a través del auricular una risita picara.

—¿Dónde te hospedas? —preguntó James.

—En una pequeña residencia de estudiantes, pero ahora todo el mundo se ha ido a pasar el fin de semana fuera. Sólo quedamos otra chica y yo. Si vienes no nos molestará nadie.

—Iré, Hada.

—¿Cuándo?

—Antes de las nueve de la noche.

Y colgó.

Se notaba que James estaba obsesionado, casi aturdido.

Nunca había sido tan seco. Hada colgó también, encendió un cigarrillo y salió a las escaleras que daban al vestíbulo. Vio desde arriba que su compañera estaba hablando con alguien. No podía distinguir con quién, puesto que la puerta estaba entornada y sólo distinguía la pernera de su pantalón oscuro.

Al fin la muchacha cerró.

Miró hacia arriba.

Notó que Hada la miraba negligentemente con el cigarrillo entre los labios.

—Ah, estabas aquí —susurró.

—¿Con quién hablabas?

—Hum… Con todo un caballero. Me lo encontré ayer por casualidad y me llevó a la Universidad en su coche. Tiene un portaaviones de importación, un «Mercedes» maravilloso y acabado de estrenar. Ah… ¡Y un yate anclado en Nueva Orleans! Me ha enseñado las fotografías. No es mentira, porque se le ve a él en la borda. Pero no es eso lo más fantástico. ¿Sabes, Hada? Jamás he conocido a un hombre con tanta cultura como él.

—No es que la cosa me afecte, pero me parece que te estás metiendo en un lío —dijo Hada con indiferencia.

—¿Tú qué sabes? Sólo nos conocemos desde ayer.

—También conoces a ese hombre sólo desde ayer, Ketty.

—Bueno… ¿y qué? Como te decía, tiene una cultura fabulosa. Teníamos que hacer una traducción del árabe antiguo que a los propios profesores les costaba sangre. Pues bien, él la hizo en cinco minutos, sin dudar en una palabra. ¡Y estaba perfecta!

—¿Quiere eso decir que lo vas a recibir a solas?

Ketty se encogió de hombros. Era una de esas muchachas americanas absolutamente libres y que sólo dan importancia a los problemas de cada momento.

Se puso también un cigarrillo en los labios y murmuró:

—Bueno, tal vez sí…

Se dirigió a su habitación, en la planta baja, y antes de cerrar la puerta murmuró:

—Espero que no molestes… No nos obligues a tener que buscar un sitio fuera de la casa, lechuza… ¡Y menos de la manera que está lloviendo!

* * *

Ketty sonrió.

—¿Te gusto así?

No, así no hubiera gustado a ningún hombre. Llevaba un ridículo pijama amarillo con los dibujos de Tom y Jerry. Sus labios estaban como impregnados de goma de mascar. Pero acostumbrada a los encuentros furtivos con sus compañeros de Universidad, sin ninguna preparación previa, le parecía que aquello era lo más natural del mundo.

En cuanto a él, vestía con elegancia un poco afectada. Tenía una edad indefinible, pero resultaba distinto de los otros hombres. Eso era a fin de cuentas lo que más apreciaba Ketty.

Insistió:

—¿Qué? ¿Te gusto?

—Mucho —mintió él.

No se había fijado ni en sus curvas. Sólo en su color de manzana fresca, en su piel sonrosada y joven bajo la que estallaba la salud, bajo la que se movía un torrente de sangre.

—Quizá tú estás acostumbrado a otra clase de mujeres —dijo ella, mientras se desabrochaba el pijama—. Se nota que eres un caballero. Y hasta un poco chapado a la antigua, ¿no? Pero a mí las mujeres remilgadas no me gustan. Una chica sana y bañándose sin ropa a la luz de la luna es el ideal de la belleza.

Él reconoció:

—En esta época sí.

—Y en todas, ¿no? ¿O es que tú eres de otra época?

Él no contestó.

La atrajo hacia sí.

La besó suavemente.

No podía soportar el sabor a goma de mascar en la boca, pero pasó por alto el detalle desagradable. Sus manos acariciaron a la chica con indiferencia. En realidad lo que hicieron fue sujetarla bien.

Ella runruneó:

—Hum… Goloso…

Y, de pronto, notó algo extraño.

De pronto notó que le habían hecho una presa en los brazos.

Gimió roncamente.

¿Qué pasaba?

¿Qué clase de tipo era aquél?

Fue a decir:

—Bruto…

Pero ya no pudo. Una mano huesuda se cerraba sobre su boca. ¿Cómo no había notado antes lo huesuda que aquella mano era? ¿Y cómo no se había dado cuenta de que tenía un contacto de hielo? ¿Y cómo no habla advertido la luz amarilla de aquellos ojos?

Apenas pudo balbucir:

—Noooo…

Fue un leve murmullo.

Un estertor perdido en el tiempo.

Los dientes buscaban su cuello.

El impecable traje oscuro de Graf se manchó de rojo.

Ketty se debatió desesperadamente. Era una muchacha fuerte, sana, que tenía a veces una fuerza casi masculina. Pero nada pudo contra el vigor sobrehumano de aquel hombre, contra aquellos brazos que la aferraban con una fuerza de ultratumba.

Sí, eso era. De pronto, Ketty lo comprendió con horror.

Él la abrazaba… ¡como abrazaría un muerto!

¡Sólo cortándole los brazos se podría liberar!

Trató de luchar desesperadamente.

Pero de pronto las fuerzas la abandonaron. De pronto un extraño sopor la invadió.

Todo lo veía borroso.

La ventana…

La luz irreal de la habitación…

El resplandor de los relámpagos…

Cayó de rodillas. Las fuerzas la abandonaban del todo. A partir de entonces hasta las caras joviales de Tom y Jerry empezaron a mancharse de sangre.