En el aeropuerto de Dallas, la ciudad que ya era famosa por su violencia en la época de la colonización del Oeste, y que luego se hizo aún más famosa con la muerte del presidente Kennedy, hay un sencillo monumento. Ese monumento consiste en un pistolero en actitud de sacar con una sencilla inscripción que dice: «A LOS RANGERS DE TEXAS».
Realmente, Dallas y su comarca deben mucho a aquellos hombres.
Ellos impusieron la ley —una ley sencilla y expeditiva, basada en el gatillo y la cuerda— en una tierra donde jamás se había respetado nada desde que los españoles se fueron.
El joven que acababa de llegar a la ciudad en vuelo desde Montevideo contempló el monumento con una mezcla de curiosidad y angustia.
Le hubiera gustado ser un hombre como aquél. Porque al menos los Rangers de Texas sabían contra quién tenían que disparar. El único misterio en sus vidas era éste: «¿Quién será más rápido al apretar el gatillo?».
Muy distinto era el problema a que se enfrentaba James.
Él estaba perdido en un mundo de fantasmas y de sombras.
Un mundo donde todos los caminos estaban cortados por la niebla.
Iba a dirigirse hacia la salida cuando le detuvo la voz metálica de un hombre.
—¿James?
El joven se volvió. Pudo ver unos ojos metálicos y fríos. Burke, que era uno de los federales más listos y más duros del país, le señalaba una puerta que conducía al parking de coches oficiales.
—Le esperaba —dijo Burke—. Me enviaron una radiofoto de usted desde la estación de policía de Montevideo y por eso le he reconocido. Venga.
Subieron a un Pontiac que condujo el mismo Burke y se dirigieron a Markett y luego a Commerce Street. Las calles bullían de animación y de gente. En Dallas hacía un calor pegajoso, enervante, pero dentro del coche, con el aire acondicionado, se estaba bien. No se detuvieron en ningún sitio quizá porque allí dentro se podía hablar con más libertad.
Burke pidió:
—Explíqueme lo de Charlie.
James le dijo lo que sabía: Habían aparecido los tres cadáveres al fin. El del taxista, el de la muchacha que paseaba por la calle de Río Negro y el del federal norteamericano. Este último había aparecido dentro de un estuche de gran lujo: un Ferrari acabado de comprar y con apenas sesenta kilómetros en su marcador.
Pero los tres cadáveres presentaban la misma característica terrorífica y hasta absurda: las finas huellas de los dientes en el cuello y la falta total de sangre en sus cuerpos.
—Los forenses de Montevideo realizaron las autopsias —terminó James, con voz suave—. El resultado ya le ha sido enviado a usted.
Burke asintió.
Enfiló un poco bruscamente hacia la carretera donde había sido baleado el presidente Kennedy.
—No puedo creerlo —dijo.
—¿Qué es lo que no puede creer, Burke?
—Que casi en el siglo veintiuno, como estamos ahora, se produzcan esos casos.
—La naturaleza humana no ha cambiado. No cambiará tampoco gran cosa hasta el fin de los siglos.
—Pero esos dos seres, ¿son realmente humanos?
—No, puesto que parecen inmortales. Pero en cambio lo son en otros aspectos. O incluso en ése si vamos a ser sinceros. ¿Porque no es una profunda aspiración del ser humano el buscar la inmortalidad?
Burke estaba nervioso y conducía mal. Después de estar a punto de rozar un camión de gran tonelaje murmuró:
—Ya me informé de dónde sacan el dinero esa gente. Ya comprendo también que dos personas a quienes les sobran los dólares pueden viajar por todo el mundo y en consecuencia son muy difíciles de localizar. Pero ¿y el pasaporte? ¿A nombre de quién está el pasaporte y por qué? ¡He hecho investigaciones y no figuran en ningún registro!
—Son falsificados —dijo suavemente James.
—¿Falsificados?
—No sé por qué le extraña tanto. En Estados Unidos hay mucha gente que se dedica a eso. Incluso técnicos oficiales bien pagados que están a sueldo de la CIA. A ellos no les cuesta nada arreglar un pasaporte si se lo recompensan con generosidad, Y quien dice la CIA dice el Foreign Office británico o el Deuxiéme Bureau francés. O hasta la NKVD soviética. Esas dos personas han viajada con pasaportes falsos de todo el mundo, en especial de los países árabes. ¡Los pequeños emiratos árabes conceden pasaportes a cualquiera que les deje morder un dólar!
Burke asintió pesadamente.
Con voz velada preguntó:
—Hay algo más absurdo aún en su relato. ¿Cómo rejuvenecen?
—Cada vez que se alimentan vuelven a su estado natural, es decir, a su juventud. Si no se alimentaran de ese modo morirían. Cuando, por decirlo así, «tienen hambre», se les ve caducos, apergaminados, lentos de reflejos, hechos una ruina. Si las cosas van mal dadas se alimentan por turno. Y entonces se ve a la mujer joven y al hombre viejo, o viceversa, lo que contribuye a volver loco a cualquiera. Apenas se les sigue la pista un par de días seguidos, uno tiene la sensación de que vive una pesadilla.
Burke golpeó el volante con rabia. Su mano velluda se crispó de tal modo que crujieron sus nudillos.
—No creo una sola palabra de eso, James. Usted no es un policía, sino un aficionado. Por eso delira. Y todo lo que dice es ridículo, absurdo… ¡increíble!
—Quizá usted sea un hombre demasiado práctico, Burke. Sólo entiende de marcas de coches y de muslos de señoras.
—¿Para qué hace falta más?
—La vida es infinitamente más complicada e infinitamente más misteriosa —susurró James.
—Déjese de mandangas. Y a todo esto, ¿por qué ha venido a Dallas? ¿Por qué está fastidiando precisamente a la policía de esta ciudad? ¿Qué le ha impulsado a trasladarse aquí?
James sonrió suavemente.
—Sólo por una cosa —dijo—. Porque estoy seguro de que ese matrimonio de los infiernos ha venido también a Dallas…
* * *
La vieja casa tenía un ambiente sureño que hacía pensar en un plano de Lo que el viento se llevó. Por la parte delantera daba a un prado y por la parte posterior a un lago de aguas quietas y muertas. Unas flores rojizas y pastosas, que parecían carnívoras, se arrastraban junto al agua. Desde la espesura llegaba el graznido ululante de algún pájaro salvaje.
Parecía mentira que aquello fuese Dallas, que estuviera tan cerca del centro de la capital. El tiempo se había detenido en las márgenes del lago. Fuera de aquellos sonidos naturales y un poco agoreros, el silencio se había enseñoreado de todo.
La mujer caminó ágilmente hasta llegar a la casa. Llevaba un vestido ligero y casi vaporoso, de línea bastante moderna. Pero en cambio sus joyas eran macizas y antiguas, unas joyas que procedían del viejo castillo de su familia, en los montes de Transilvania.
Estaba más joven que nunca.
No en vano los últimos días habían sido muy provechosos. En Montevideo habían tenido tanta suerte que era una lástima que no hubiesen podido permanecer más tiempo allí por miedo a la policía. El hombre apareció de pronto entre los matorrales. También él estaba joven y ágil. Vestía de blanco, como un tenista algo pasado de moda, y su aire era desenvuelto. Sólo sus ojos, aquellos ojos misteriosos y quietos seguían mirando a la gente desde más allá del tiempo.
—Isadora… —musitó.
Isadora se volvió alegremente.
—No sabía que estuvieras aquí, Graf.
—Te miraba venir. Estás más bonita que nunca.
—¿De veras lo crees, Graf?
No había ninguna afectación en la mujer. Sencillamente se sentía a gusto y llena de salud. Eso era lo más importante para ella, pero además le gustaba que la llamaran bonita. Y si él se lo decía debía ser verdad, puesto que Graf no tenía ninguna necesidad de mentir.
—Sólo he conocido una mujer más bonita que tú —dijo él.
—¿Quién?
—Mi hija.
Los ojos de Isadora se nublaron un momento.
—No hace falta mencionarla —dijo—. Tu hija ya murió.
—¿Y crees que he podido olvidarlo? ¿Piensas que no me atormenta el saber que somos los únicos descendientes de más de doscientos miembros de la familia?
Ella hizo un gesto desenvuelto, como una muchacha moderna cualquiera.
—Ya no puedes evitarlo, ¿verdad? Pues olvídalo.
—La muerte de mi hija no podré olvidarla nunca.
—Era lo que más querías en el mundo, ¿verdad?
—Sí. Lo que más quería en el mundo.
—¿Más que a mí? Sus voces eran suaves, eran leves, eran íntimas.
Millones de hombres y mujeres han hablado así desde el principio de los tiempos. Millones de hombres y mujeres se han disputado las migajas del poco amor sincero que se reparte en este mundo. Pero ellos dos eran distintos, puesto que sus voces y sus pasiones se habían estado arrastrando durante casi cuatro siglos. Porque habían visto desde el nacimiento de la imprenta hasta las enormes rotativas de los periódicos de Nueva York y Tokio. Desde los viajes en diligencia hasta el Jumbo y los cohetes a la luna. Desde el arcabuz de yesca hasta el rayo láser.
Llevaban tanto tiempo juntos y estaban unidos por tantos secretos, que ambos sentían que ya no podrían separarse jamás.
Graf cerró un momento los ojos.
Así, en actitud reflexiva, estaba exactamente igual que en los remotos retratos de su juventud, unos retratos que ya no existían porque habían sido quemados siglos antes. Sólo el de Isadora se conservaba aún como una maravillosa excepción.
—No podría decir si llegué a quererla más que a ti —susurró Graf—. Yo creo que era distinto. Pero lo cierto es que a mí hija la quería más que a mí propia vida, más que a todas las cosas o personas de este mundo. Y hasta voy a serte sincero: sí, estoy convencido de que entonces la quería más que a ti.
Los ojos de Isadora se entornaron un momento. En su fondo brilló también una chispita amarilla.
Pero no hizo ningún comentario. Se limitó a sonreír de aquella forma distinguida y aristocrática que las mujeres de nuestro tiempo ya no tienen. Hubo un momento de silencio.
Y entonces ella susurró:
—Cierto… Mientras tu hija vivió, no me hiciste el menor caso.
—Tú sabes que eso no es cierto. Eras ya muy importante para mí.
—No vale la pena de que recordemos aquello, Graf. Ha pasado ya demasiado tiempo. Pero jamás me mirabas a mí cuando tenías delante a tu hija.
Él arrancó una de aquellas flores viscosas, que parecían carnívoras, la olió un momento y luego escuchó con especial deleite los gritos agoreros de los pájaros. Al cabo de unos instantes dijo con voz tenue y la mirada perdida:
—Nunca podré olvidar aquella espantosa noche, aquellas horas de pesadilla en que fue invadida nuestra residencia de Balkanor. No sé quién habla soliviantado a los campesinos, no sé quién les había dicho que nos encontraría indefensos aquella noche. Porque era una de las pocas noches del año en que casi todos dormíamos en nuestras tumbas, sin posibilidades de movernos. Cada vez que pienso que éramos una familia tan maravillosamente unida. En Balkanor se hablan ido concentrando todos los Graf desde muchas generaciones antes. En realidad Balkanor era un fantástico cementerio donde reposábamos todos. En ciertas noches del año las aldeas circundantes nos proporcionaban todo el alimento que necesitábamos. ¿Recuerdas las que ellos llamaban noches de horror? ¿Has podido olvidar las que nosotros llamábamos noches de la resurrección?
Ella movió lentamente la cabeza. Seguía teniendo el aire dulce y apacible, un poco démodé, de una señorita de provincias.
—No —dijo—, no lo he olvidado. ¿Cómo hubiera podido hacerlo?
—Pero aquella noche todo cambió —dijo él—; todo fue destruido. Ni yo mismo sé cómo pude escapar.
—Tú estabas despierto aquella noche —dijo ella, suavemente—. Tú habías podido salir.
—Más me hubiera valido no darme cuenta de nada —la voz de Graf era ronca y lejana—. Tuve que ver cómo clavaban una estaca de madera en el corazón de mis padres. Cómo quemaban el ataúd con los restos de mi esposa. Y cómo arrojaban a la hoguera el ataúd blanco que contenía a mí hija. Ellos pensaban que estaba muerta, pero el chillido espantoso que brotó del ataúd al caer entre las llamas no lo olvidaré nunca ni pudieron olvidarlo ellos. Claro que aquellos perros hace ya trescientos años que están muertos… Ni una sola mención existe sobre sus ignoradas tumbas, mientras que el escudo de los Graf aún subsiste en la fachada del castillo. Sé que debería olvidarlo pero no puedo… A veces la recuerdo a ella y pienso: «¿Quién excitó al pueblo contra nosotros? ¿Quién fue responsable de aquella matanza?».
—La historia de nuestra familia es igual a la de todas las familias —dijo ella suavemente—. Ni una de ellas ha subsistido. Olvídalo.
Él hizo una mueca.
Miraba las aguas del lago, suavemente.
—¿Por cuánto tiempo has alquilado esta casa? —susurró.
—Por dos meses.
—¿Crees que en Dallas encontraremos alimentación suficiente?
—Claro que sí —dijo ella, suavemente—. El sistema de auto-stop en las carreteras secundarias es muy bueno. Hay mucho joven alocado por ahí que se para con la boca abierta en cuanto ve una mujer sola. Pero más adelante pienso que deberíamos ir a la India o a algún país africano. En las zonas selváticas hay mucha gente sola y que no puede defenderse.
Él hizo un gesto de hastío.
—No sabría vivir en una zona selvática —dijo—. Tengo un refinamiento y una cultura superiores a los de cualquier profesor de Universidad de esos que circulan por ahí, y cuya experiencia se remonta como máximo a cincuenta o sesenta años. Yo llevo trescientos años leyendo. He conocido directamente a los más altos personajes de la historia. Si tuviera gracia para escribir, contaría detalles que la gente no sospecha. ¿Crees que podría vivir, por ejemplo, en el Matto Grosso? ¿O en el Nepal?
Isadora negó con la cabeza, sonriendo.
—No, claro que no podrías —dijo—. Tú y yo necesitamos un ambiente refinado. Creo que no podemos salir de según qué ambientes.
Señaló las aguas quietas y misteriosas del lago y añadió:
—En Montevideo nos fue muy bien, pero no podemos dormirnos. Hay que ver cómo están ahora las cosas en Dallas…