CAPÍTULO VI

El gigantesco agente federal Charlie no sólo estaba desesperado, sino que se sentía ridículo. Las cosas habían marchado tan mal para él en las últimas horas que estaba pensando seriamente en la posibilidad de presentar su dimisión y volver a Estados Unidos.

No sólo la extraña pareja se le había esfumado.

En Montevideo había que señalar también dos desapariciones: la del taxista que había conducido a la pareja y la de una muchacha de dudosa reputación que tenía una cierta clientela entre los paseantes de Río Negro. El federal llevaba ya los suficientes años en el oficio para suponer que tenía que haber alguna relación entre una cosa y otra.

Hizo una serie de averiguaciones, ayudado por la policía uruguaya.

Y llegó a unas conclusiones que se guardó para él solo. Unas conclusiones que aquella noche transmitió únicamente a James, mientras los dos contemplaban la calle desde una ventana del hotel Nogaró, que tiene la casa central en Buenos Aires.

Charlie dijo pensativamente:

—Tienen que estar en Punta del Este.

—¿Por qué?

—Creo que ese lugar y el distrito de Carrasco son los dos únicos sitios con poca densidad de población donde han podido alquilar un chalet sin llamar la atención de nadie. Pero sobre todo en Punta del Este. Ahora, fuera de temporada, hay muchas casas que se alquilan allí. Creo que debería darme una vuelta esta noche por las cercanías de la playa.

—¿Tú solo?

—¿Y por qué no? Si me presento con los coches de la policía, llamará la atención y no conseguiré nada. Es mejor que vaya como un visitante más. Ya te tendré informado de lo que consiga.

Y en efecto, aquella noche el gigantesco yanqui se dedicó a pasear por las tranquilas calles de Punta del Este. Llevaba en el bolsillo dos magníficas fotografías del hombre y la mujer tras cuya pista iba.

Las dos habían sido obtenidas desde el vestíbulo del hotel Victoria Plaza cuando el taxi se detuvo allí, mediante un teleobjetivo de gran precisión. Una seña de James, situado a la entrada de la avenida 18 de Julio, había bastado para que el fotógrafo se pusiera en movimiento.

Los detalles de la pareja habían sido captados perfectamente.

El hombre muy joven, muy bien conservado.

La mujer arrugada y vieja.

Charlie los tenía a los dos tan grabados en la memoria que hubiera podido reconocerlos aun pasando por delante de él a ciento noventa en un Ferrari.

Y de pronto la vio.

Cuerno, un Ferrari. Precisamente un Ferrari.

No abundan mucho los automóviles de tanta categoría ni siquiera en un sitio elegante como Punta del Este.

Charlie ignoraba que había sido comprado aquella misma tarde en una casa de vehículos de importación, pagando por él una fantástica suma. Al barón Graf no le importaba el dinero, del que tenía reservas inagotables. Sólo con las ánforas llenas de sestercios romanos que tenía en su casa del Palatino, podía obtener cuanto quisiera. Por otra parte, conocía el lugar donde estaban ocultos, en distintos lugares de América, fabulosos tesoros de los españoles, tesoros que un día fueron conocidos pero de los que, cien años antes, se había borrado ya toda huella.

Charlie se detuvo.

Se le había secado la boca.

Tenía que ser ella…

¡Claro que tenía que ser ella!

Aquellos ojos no engañaban. Eran los mismos ojos de la fotografía. ¡Los que en el primer momento ya le hicieron estremecer!…

Pero sólo eso concordaba.

Lo demás, no.

La mujer que ahora tenía delante era treinta años más joven que la que él conservaba en la foto. Podía tratarse de su hija. Ésta, además, tenía unas piernas mórbidas, suculentas, tentadoras. Tenía, además, unas líneas elegantes y una auténtica pose de mujer de clase.

Había abierto la portezuela del Ferrari.

Le miraba fijamente desde la penumbra del interior.

Con voz suave preguntó en un auténtico inglés de Oxford:

—Usted es americano, ¿verdad? Charlie sonrió.

—Oh, sí…

Nunca se había encontrado ante una mujer con tanta distinción, con tanta clase.

—No conozco bien los caminos de Punta del Este. ¿Usted sabe dónde está la carretera que lleva a Montevideo?

—Naturalmente. ¿Quiere que la acompañe hasta allí?

—Naturalmente. Me haría un gran favor. Además de no conocer el camino, este coche es nuevo y aún no lo domino muy bien, ¿sabe?

—Un Ferrari… Nunca he conducido un coche así —dijo Charlie, con interés—. En mi país se los suelen comprar los millonarios un poco excéntricos porque resultan demasiado caros. La acompañaré. Oiga…

—¿Sí?

—¿Tiene usted una madre que vive en Punta del Este?

—¿Una madre? ¿Por qué?

—Se parece usted mucho a una mujer que yo conozco. Por supuesto, ha de tener unos treinta años más que usted.

Isadora sonrió.

Le mostró la doble fila de sus dientes blancos, sanos y perfectos.

—No es mi madre —dijo—, sino una tía. ¿Pero cómo la conoce usted? En el Uruguay no tenemos relación ninguna.

—Es una simple casualidad. ¿Sabe dónde está ella ahora?

—Sí… ¡Claro que sí!

—¿Por qué no me lleva?

—Con mucho gusto. Precisamente ella tiene ganas de hablar con alguien. No es lejos de aquí, ¿sabe? Pero le confiaré un secreto: mi tía me resulta antipática. Hasta me da un poco de miedo…

—¿Por qué?

—No sé… Es tan extraña, tan… ¡tan misteriosa!

—¿Desde cuándo vive con ella?

—En realidad la veo muy poco. Ella tiene una casa en Punta del Este desde hace años. Yo he venido a visitarla, pero me iré dentro de unos días. El ambiente no me gusta, ¿comprende?

Y cambió de asiento para que él pudiera ponerse ante el volante.

Ya se sabe que los movimientos dentro de un coche son siempre algo forzados.

Su falda subió hasta arriba.

¿Trató realmente de evitarlo ella? ¿O quizá lo provocó con una deliciosa coquetería de mujer de mundo?

Charlie pestañeó.

Extrañas ligas de florecitas aquellas. Ya no había mujer que las usara. Extrañas medias pasadas de moda. Y sin embargo, tenían algo… Extraña sonrisa la de aquella mujer que parecía mirarle desde el fondo del tiempo.

Un curioso hechizo emanaba de ella.

Su mirada parecía hipnotizar.

Charlie sintió un cosquilleo en la sangre.

—¿Cuántos años tienes? —musitó.

—Veinticinco.

—Deliciosa edad…

—¿A ti te lo parece?

—Es la edad en que una mujer empieza a saber dónde tiene la mano derecha. Isadora rió.

Curiosamente, tenía la risa más cantarina y limpia que el federal había escuchado nunca.

—Además de mano derecha —dijo ella suavemente— tengo otras cosas.

—Se nota…

—Hala, da contacto.

—¿Dónde está la llave?

—Aquí…

Las dos manos fueron en busca de la misma. Sus dedos se unieron. Charlie sintió un brusco estremecimiento.

—¿Qué te pasa?

—Nada. Quemas…

Ella volvió a sonreír. En la penumbra sus dientes brillaban como perlas quizá un poco siniestras.

—¿Queman mis manos?

—Mucho…

—¿Cómo te parece entonces que deben estar mis labios?

Charlie volvió a estremecerse. Era bastante aficionado a las mujeres, pero, además, le ocurría una cosa curiosa: nunca había conocido a una hembra así. Era distinta a todas y tenía una seducción que estaba por encima de los avatares del tiempo.

Tendió los brazos.

Y buscó sin disimulo sus labios.

La estrechó con su fuerza de jugador de rugby, de campeón de boxeo amateur de la Universidad de Indiana.

La mujer era en sus potentes brazos como una cosa dulce, suave, indefensa…

Se besaron largamente hasta que ella pareció desfallecer. Le faltaba el aliento. Hundió la cabeza en el cuello de él.

—Charlie… —musitó—. Charlie… ¡Qué hermosa era la tierra de Indiana cuando tus padres nacieron allí! ¡Cómo ha cambiado todo ahora!

Él tembló un momento.

—¿Cómo sabes que me llamo Charlie? —susurró—. Yo no te lo he dicho… ¿Y cómo sabes dónde nacieron mis padres?

Ella no contestó.

Sin embargo, movió la boca.

Suavemente, dulcemente.

Los dientes se hundieron en la piel del hombre. Buscaron sus arterias con tanta perfección, con tanta sabiduría como pudiera haberlas buscado un cirujano.

Charlie se estremeció. Intentó defenderse. Su mano fue hacia la funda sobaquera donde guardaba la «Parabellum» de gran calibre.

¿Pero por qué le acometió aquella extraña debilidad? ¿Por qué sintió que se ahogaba? ¿Por qué una fuerza superior a él parecía hipnotizarle y dejarle sin aliento?

¿Por qué sentía como si, al desaparecer su sangre, desapareciesen también hasta las más remotas fuerzas de su vida? ¿Por qué estaba ya hundido de debilidad, aunque aquello no había hecho más que empezar?

Isadora separó un poco la boca para susurrar:

—Estaba esperando un hombre como tú. Me hacías falta…