CAPÍTULO V

Montevideo es una ciudad más bien virtuosa, donde existen muy pocas posibilidades de diversión, si esa diversión ha de ir unida a unas faldas de mujer. Lo cual no deja de ser una lástima, porque las uruguayas tienen unas piernas excepcionalmente bonitas. Pero el hombre que salió un día después de un chalet de Punta del Este, utilizando un coche robado, conocía tan perfectamente el país y la psicología de sus gentes que no tardó en encontrar lo que le convenía. Una mujer que paseaba por los cafés de la calle de Río Negro le demostró bien pronto que estaba dispuesta a tantear cualquier aventura.

Y ante un caballero tan elegante y que conducía un coche tan lujoso, no tuvo ningún inconveniente en probar.

Era una chica de unos veintidós años.

Excelentes piernas, quizá un poco llenitas, como es característico en las hembras del país.

Cintura de avispa.

Buena delantera, buena retaguardia, buena de todo.

Pero Graf no pensaba en eso. Para él era solamente una muchacha en plena salud. Graf había vivido la época dorada de los grandes prostíbulos europeos, entre 1360 y 1930, cuando mujeres llegadas de todos los países del mundo se doctoraban en las ciencias del placer y se entregaban por unas cantidades verdaderamente irrisorias. Había conocido también las grandes casas de Nueva York, donde era posible encontrar desde indias hasta negras, pasando por las chinas, y naturalmente había conocido también las discretas villas que frecuentaba la alta aristocracia de Roma. Por eso no le emocionaba la buena voluntad de una jovencita uruguaya que además demostraba tener muy poca experiencia en aquella clase de asuntos. Ni sus tentadoras líneas le hacían soñar, ni sus profundos ojos despertaban en él ningún sentimiento.

Llegaron a Punta del Este.

Isadora había alquilado un chalet aislado, discreto, al abrigo de cualquier clase de miradas.

A aquella hora —la caída de la tarde otoñal— el silencio parecía poder palparse.

Punta del Este era una ciudad desierta. Por sus calles flotaba un viento nostálgico. Todas las ventanas estaban cerradas y las arenas junto a la desembocadura del Plata tenían un delicioso matiz dorado.

Ella musitó:

—¿Estás solo?

—Pues claro…

Se besaron nada más entrar. Él era un hombre joven, vigoroso, bien constituido. Pero sus labios eran fríos, tenían algo mortuorio que helaba la sangre en las venas sin que se supiera por qué.

Ella bisbiseó:

—¿No quieres que nos pongamos cómodos?

—Tú tienes poca experiencia, ¿verdad?

—Muy poca.

—Deliciosa muchacha…

Y le señaló la puerta que ella tenía a su espalda.

—Ahí puedes quitarte la ropa —dijo.

—Eres un hombre muy delicado… —musitó ella.

—Siempre lo he sido. ¿Qué necesidad hay de perder los modales?

Ella avanzó hacia la puerta. Se movía bien. Una chica con tanta clase necesita pocos esfuerzos para resultar verdaderamente tentadora.

Abrió aquella puerta.

Y de pronto la vio.

La mujer.

Aquella extraña mujer con una luz inquietante en los ojos, con una belleza pasada de moda y, sin embargo, casi mágica, con una sonrisa burlona en sus labios delgados y tenues…

—¿Otra mujer? —susurró la muchacha, adivinando que allí algo no marchaba—. ¿Pero qué pasa?

Fue entonces cuando vio los ojos del hombre.

Cuando vio su boca entreabierta en una mueca ansiosa.

Cuando sintió el frío de sus manos.

La muchacha lanzó un grito aterrador, largo, ululante, mientras sentía que aquellos dientes largos y crueles buscaban la curva de su cuello.

La mujer también se había lanzado sobre ella. La sujetaba.

Sintió que brotaba la sangre. El mundo entero pareció dar vueltas en torno suyo. Y un silencio aterrador, aquel silencio nostálgico de Punta del Este fue entrando en su cerebro poco a poco, como un veneno, como un lento presagio de muerte…