CAPÍTULO IV

El hombre que llevaba casi dos días ensayando una moto todo terreno en las playas de Long Beach, hizo una hábil finta y saltó sobre la duna. El invierno había amontonado la arena en las playas de una forma irregular, constituyendo grandes dunas que recordaban las de los desiertos. La moto de aquel hombre, una poderosa «Norton» modelo especial, le permitía saltarlas como si la máquina y la playa constituyeran un fantástico juguete.

Pero el hombre no se divertía.

James no estaba allí por casualidad.

En apariencia era algo así como un piloto de pruebas o como un corredor que se entrenaba para un cross en aquellas enormes extensiones de arena donde no se veía a nadie.

Y sin embargo, en realidad, todas sus energías estaban concentradas en los ojos, que vigilaban ansiosamente el paisaje. Después de dar cien vueltas por Nueva York, después de preguntar en todas las agencias inmobiliarias de la ciudad, habla podido enterarse de que los Graf tenían alquilada una vieja casa amueblada en la zona de Long Beach. James encontró la casa, por supuesto, pero no pudo advertir en ella el menor signo de vida.

Daba la sensación de estar completamente deshabitada.

Y hasta por un momento pensó que en la agencia inmobiliaria le habían informado mal.

Pero de todos modos se mantuvo en la zona, vigilándola atentamente con el pretexto de probar la moto. No le quedó un palmo de arena por explorar ni hubo una sola casa que no sometiera a observación directa.

Claro que todo tiene un límite.

Al cabo de un par de días, James se preguntó si no estaría realmente perdiendo el tiempo.

Tal vez se había dejado engañar por puras fantasías. Quizá estaba siguiendo los dictados de una especie de sueño.

Dio bruscamente gas a la moto, saltó sobre una duna y de pronto, puesto que estaba distraído, perdió el dominio de la máquina. Ésta hizo una especie de cabriola en el aire y James la enderezó como pudo mientras tensaba todos los músculos y se preparaba para la caída.

La moto patinó de costado en la arena.

James sintió un dolor agudísimo en la pierna izquierda, a pesar de que pudo apartarla a tiempo. Salió despedido y quedó tendido cerca del agua mientras las ruedas de la máquina se hundían en la arena materialmente.

El motor seguía en marcha, y la rueda motriz dio aún un buen número de vueltas antes de pararse. Desplazó la arena hacia el aire, como si fuese una excavadora.

Sintiendo que todos los huesos le dolían, el joven fue hacia la máquina. Se llamó idiota a sí mismo por haber pensado en otra cosa mientras daba gas. Después de palparse la pierna dañada y ver que no tenía ningún hueso roto, se inclinó para alzar la máquina.

Y entonces lo vio.

La boca se le quedó seca instantáneamente.

Puesto que las ruedas de la moto se habían hundido profundamente en la arena, y puesto que su rotación había hecho mayor aquel hueco, acababa de abrirse bajo los neumáticos una especie de fosa. Y era del fondo de esa fosa de donde surgía una mano crispada.

James retiró poco a poco la «Norton». Vio entonces que había un cuerpo humano enterrado a poca profundidad; un cuerpo humano que, de todos modos, no hubiera sido descubierto en todo el invierno de no ser por la caída casual de la moto.

Sintiendo que el corazón le latía aceleradamente, empezó a separar la arena con las manos. Poco a poco, el resto del cuerpo fue apareciendo ante sus ojos.

Era una muchacha.

Había sido muy bonita y seguramente no tenía más allá de quince años en el momento de morir. Pero su muerte debía haber sido espantosa. Sus facciones crispadas, sus ojos terriblemente dilatados y cubiertos de arena, hablaban de un suplicio largo e innoble.

Su piel estaba blanca como el papel.

No debía quedar en aquel cuerpo una gota de sangre.

James detuvo aquella macabra tarea, mientras sentía que una especie de odio frío y sutil nacía en él. Fue en ese momento cuando se juró que seguiría el rastro aunque ese rastro le llevara hacia la muerte.

Hacia una extraña muerte que había empezado a vibrar en el mundo trescientos años antes…

* * *

Resultaba curioso el efecto que producía aquella singular pareja. Cualquiera que los hubiese mirado con cierta atención habría pensado: «Fíjate… Ella es un viejo loro. Él es su amante, su gigolo, su mantenido, su chulo».

En efecto, había una gran diferencia de edad entre el hombre y la mujer.

Ella, aunque tenía una natural distinción —con esa distinción de las mujeres que siempre han sido ricas y siempre han vivido en los mejores sitios—, presentaba una piel apergaminada y los ojos ligeramente hundidos, aunque esos ojos conservaran todo su fulgor. Él, en cambio, era un hombre elegante, joven, de piel tersa, de ademanes desenvueltos… En pocas palabras, todo un señor. Pero un señor que debía vivir a costa de la mujer, ya que de otro modo no se concebía que aceptara la compañía de aquella vieja.

Abandonaron el avión en el aeropuerto de Carrasco, en Montevideo, y tomaron un taxi en la gran explanada que hay frente a él, después de cambiar una abundante cantidad de moneda en el mostrador cercano a la salida. Dijeron al taxista que los condujera al hotel Victoria Plaza, frente a la casa de Gobierno.

La enorme mole rojiza dominaba toda la perspectiva, dividiendo el Montevideo nuevo y el Montevideo antiguo, todavía con su viejo aire de ciudad pequeña, recoleta y fina. Pensaban alojarse allí unos días porque llevaban muchos años —más de sesenta— sin pisar el Uruguay, y porque les pareció que aquél era un buen sitio para despistar a todo posible perseguidor.

Sin embargo, cambiaron pronto de opinión.

Fue esta vez el hombre el que lo vio.

Ahora parecía tener mucha más vista que la mujer que le acompañaba.

—Mira —susurró—. Allí…

La mujer entrecerró los ojos.

El joven estaba comprando unas revistas en los quioscos que hay en la gran plaza porticada. Era el mismo joven que habían visto en Roma, que habían visto en Las Vegas, que habían visto en…

La mujer susurró:

—¿Pero cómo es posible?

—Seguro que tiene detectives que trabajan para él. Ésa es la explicación. Controlan todas las agencias de viajes, todas las compañías aéreas y todos los consignatarios marítimos. Han averiguado qué clase de reserva habíamos hecho y por eso está él aquí. Se nos ha anticipado.

—Lo cual quiere decir que a partir de ahora nos convendrá comprar siempre unos pasajes y reservar unos hoteles que no utilizaremos. Es decir, tendremos que dar unas pistas falsas.

—Perfecto, pero eso será más adelante. ¿Y ahora? ¿Qué hacemos ahora?

El taxista disimulaba, pero en realidad les estaba mirando con curiosidad. Ambos hablaban en húngaro, un idioma que muy pocas personas conocen fuera de aquel país. Por lo tanto su inmunidad era completa. Pero el hombre se volvió de pronto y dijo en un español perfecto, como si siempre hubiese vivido en los países hispanos:

—No me gusta este hotel. Me temo que será demasiado ruidoso, demasiado céntrico… ¿No conoce usted un lugar más tranquilo? Por ejemplo, una casita que pudiéramos alquilar…

El taxista sonrió.

—Claro que sí, señor. A estas alturas de la temporada hay muchas en Punta del Este.

—Entonces llévenos allí, por favor. Llegaremos a un acuerdo.

El vehículo abandonó el estacionamiento del hotel, dio la vuelta a la plaza y enfiló por la amplia avenida del 18 de Julio.

Todo esto, James lo había visto. Sus labios estaban plegados en una extraña mueca. Anduvo unos pasos y se introdujo en la propia Casa de Gobierno, donde un hombre alto, casi gigantesco, de cabellos rubios, le parecía estar esperando.

Aquel hombre era un agente federal de Estados Unidos que tenía licencia del gobierno uruguayo para actuar en el país. Su aspecto yanqui resultaba inconfundible. Él bulto que llevaba en la parte izquierda de la americana también.

—¿Qué? —musitó—. ¿Son ellos?

—Sí.

—Buen trabajo, James. ¿Ha tomado el número del taxi?

—El 119.

—Pronto sabremos adonde los ha llevado. No hay que hacer, de momento, nada más. Todas las salidas de Montevideo están controladas, de modo que esta vez no escaparán.

—Eso espero, Charlie. Si me he decidido a pedir la ayuda de la policía es porque yo solo no puedo llegar a todas partes.

El federal alzó levemente los dedos, mientras decía con voz exagerada y gangosa:

Okay.

Parecía realmente un federal de película.

Salió.

Mientras tanto el taxi rodaba a buena velocidad hacia Punta del Este, por las carreteras vacías. El hombre y la mujer guardaban silencio. De pronto él preguntó también en húngaro:

—¿Crees que habrá tomado la matrícula del taxi?

—Por lo menos el número, sí.

—Entonces hay que deshacernos de él.

La carretera era recta y completamente solitaria. A un lado había unos campos lisos y verdes; al otro, el inmenso río de la Plata. Punta del Este se insinuaba en la lejanía, pero todavía tardarían un buen rato en llegar.

Graf hizo apenas un leve gesto.

El estilete con la punta cuajada de brillantes —era una auténtica joya florentina— se hundió de golpe en la nuca del joven taxista. La sangre brotó. La mujer lanzó un grito y se lanzó ansiosamente sobre ella, mientras el hombre tomaba el volante desde atrás.

Unos minutos después el taxi estaba oculto entre unos árboles y el joven conductor yacía entre las ruedas con el rostro espantosamente blanco. Isadora Nubel, baronesa de Graf, se maquillaba la cara con un gesto displicente.

Un cambio asombroso se había producido en ella.

Estaba rejuveneciendo treinta años.

Su piel era tersa, limpia, atractiva, sonrosada. Era la piel de una mujer en su más tentadora edad. Sus piernas se habían torneado; se habían hecho más gruesas y más esbeltas. Isadora volvía a ser la mujer distinguida y hermosa que había causado sensación en tantos salones de Europa.

Con un gesto pícaro, se ajustó una media.

Vestía íntimamente según la moda de cincuenta años atrás, pero tenía esa gracia y esa coquetería que ahora las mujeres han perdido en gran parte.

—Para llegar a Punta del Este haré auto-stop —dijo—. No te preocupes, yo misma alquilaré la casa. Tú puedes ponerte en contacto conmigo esta noche en la primera gasolinera que haya a la entrada de la ciudad.

—Pero te han visto bien —dijo él—. ¿Y si el que para es un coche de la policía?

—¿Me han visto bien? —preguntó ella con sorna—. ¿Estás seguro? ¿Por qué razón van a detener a una mujer que tiene treinta años menos que la que ellos buscan?