—Por fin tienen ustedes formalizados todos los trámites de la adopción —dijo la directora del centro benéfico—. La felicito sinceramente, señora Graf.
La mujer sonrió.
Tenía una sonrisa lejana y extraña.
Como si en lugar de estar dibujada en su cara estuviera dibujada en un cuadro.
¿Por qué la muchacha se estremeció?
¿Por qué sintió, de pronto, aquella especie de miedo?
Los dos rostros apergaminados se volvieron hacia ella. El bastón con empuñadura de plata se movió. También se movió el valioso abanico chino hecho de plata y nácar.
—Han depositado ustedes la fianza necesaria —dijo la directora—, y no dudamos de que un magnífico porvenir aguarda a Mary Storm. Saluda a tus nuevos padres, Mary. Vas a tener suerte y vas a vivir en el mejor sitio de Long Beach.
La muchacha les besó respetuosamente la mano.
Estaba educada en las más severas normas de las viejas instituciones de caridad.
Y se estremeció de nuevo.
Aquellas manos estaban heladas.
Los ojos, sobre todo los ojos del hombre, la miraban con una especie de secreta ansia.
—¿Cuántos años tienes exactamente, Mary? —preguntó.
—Quince, señor.
—Te vas a divertir mucho en tu nueva casa. Las privaciones han terminado para ti, ¿sabes? Serás una auténtica señorita. Vamos cuanto antes. Si no nos damos prisa en llegar, nos alcanzará por el camino la tormenta.
En efecto, un cielo gris y plomizo aplastaba aquellas viejas calles del distrito de Queens.
La luz de un rayo estalló contra la ventana.
La muchacha se estremeció. No supo por qué. Desde los cinco años había soñado todas las noches con abandonar aquel maldito orfelinato y ahora, sin embargo, se hubiera puesto a chillar de terror y de angustia.
Salieron a la calle. Un taxi les aguardaba. Más allá del aeropuerto Kennedy y más allá de la bahía de Jamaica, la tormenta ya descargaba sobre Nueva York.
El hombre le estrechó la mano.
Era una mano terriblemente helada y dura.
Ni los muertos deben sujetar a una persona con tanta fuerza cuando exhalan junto a ella su último suspiro.
Ni los muertos…
* * *
La casa de Long Beach.
Allí estaba ya la casa de Long Beach.
Mary sintió que se le secaba la boca.
Ella había imaginado que Long Beach sería un lugar alegre, con casas ultramodernas junto a la playa, esa playa eterna y llena de amoríos en que sueñan todas las muchachas de quince años. Y, en efecto, había casas ultramodernas allí. Había sitios alegres. Pero no era alegre ni mucho menos la casa hacia la cual se dirigieron, un edificio de ladrillo gris que parecía surgido de las brumas del tiempo.
Ahora la lluvia caía también torrencialmente sobre la playa. Los relámpagos asediaban la costa y la llenaban de reflejos mortuorios.
La casa no estaba en primera línea, junto al mar, sino bastante más adentro. Un camino secundario llegaba hasta ella. Por su aspecto, por su arquitectura pasada de moda y por su aire fúnebre, se comprendía que había sido edificada a principios de siglo; debió ser una de las primeras casas de Long Beach, cuando aquello no era más que una especie de desierto batido por las olas.
Mary Storm sintió que se le encogía el corazón. En aquel momento, al ver la casa, hubiera dado cualquier cosa por huir. Pero la mujer, como si adivinara sus pensamientos, susurró:
—Esta casa será tuya dentro de unos años. Quizá no te guste su aspecto, pero el solar vale muchísimo dinero, de modo que si la haces derribar serás millonaria.
Entraron en el patio central de la casa.
No había nadie allí.
Los rayos caían a poca distancia, sobre la arena, haciendo que hasta el aire adquiriese una lividez cadavérica.
—Mira, ésta es tu habitación.
Mary la contempló. Parecía un mausoleo. Era muy lujosa, pero sobrecogía el ánimo, sobre todo con la luz de los relámpagos rebotando en la ventana. Tuvo que cerrar los ojos, mientras oía el suave crujido de la puerta a su espalda. De repente se encontró sola.
Suspiró.
Bueno, tenía que acostumbrarse a aquel nuevo ambiente.
Al fin y al cabo aquello era mucho mejor que el orfelinato.
Deshizo su equipaje, ordenó las cosas, se desnudó y pasó a la ducha. El cuarto de baño, que era enorme, la sobrecogió: todas sus baldosas eran de un extraño color sangre.
El agua resbaló sobre su piel.
El agua tibia, acariciadora, limpia…
Sólo el ruido monótono de la ducha llegaba ahora hasta ella. Era un ruido tranquilizador, sedante; un ruido que llegó a darle una tibia sensación de felicidad.
De pronto se estremeció. Todo su joven y esbelto cuerpo pareció sufrir un espasmo.
El ruido había sido espantoso. Daba incluso la sensación de que el rayo acababa de entrar por la ventana.
Pero ¿había sido sólo el rayo?
¿No había oído también el ruido de la puerta al cerrarse bruscamente?
Mary se envolvió en la toalla y salió de la ducha. Dejó atrás aquel extraño cuarto de las baldosas color sangre. Penetró en el dormitorio, que seguía iluminado por una luz cadavérica.
Y entonces lo vio allí.
Sus ojos.
Su cara que tenía un extraño color verde.
Y su boca.
Sobre todo su boca.
Aquellos labios ansiosos, que de pronto eran demasiado rojos, aquellos dientes afilados, aquella lengua viscosa…
Mary quedó petrificada por el asombro. Éste fue tan intenso que en un principio incluso le impidió tener miedo.
—¿Pero qué hace usted aquí? —susurró—. ¿No ve que estoy desnuda? ¡Váyase!
Una especie de zarpa atravesó entonces el aire.
Envió lejos la toalla.
Los ojos se clavaron, ansiosos como sanguijuelas, en las líneas de aquel cuerpo joven.
Pero no eran unos ojos que reflejaban deseo. Era algo más. En aquellos ojos brillaba una lucecita infernal. Los labios también se tendieron hacia ella, como movidos por una ansiedad secreta.
Y entonces Mary lo supo.
El pensamiento penetró cruelmente en ella, como una puñalada que le separara la carne.
¡Iba a morir!
¡La habían traído allí para eso!
Mientras el hombre avanzaba, Mary Storm contrajo los músculos. De una forma instintiva, se dispuso a defenderse. Dio de pronto un tremendo salto de costado, haciendo que el hombre, al venir hacia ella, chocara contra la pared.
Un relámpago lo iluminó lívidamente todo. El sonido fue horrísono. Otra vez el rayo parecía haber entrado por la ventana.
Pero eso dio nuevas fuerzas a Mary Storm. Apoyada en la pared, dispuesta a defenderse con sus diez uñas, patinó hacia la ventana. Pensó en lanzarse por allí aunque fuera completamente desnuda.
Llegaría a la cercana Long Beach y allí alguien la recogería. Sólo por la ventana podría huir de aquella mansión de horror.
De pronto el rayo la hizo retroceder. Estaba ya casi junto a los cristales cuando tuvo la brutal sensación de que la chispa eléctrica venía en línea recta hacia ella. El estampido fue espantoso. Dio la sensación de que toda la casa se hundía.
De una forma maquinal saltó hacia atrás, y entonces Mary Storm perdió su pequeña ventaja. Dejó de estar al lado de la ventana. El hombre, además, le cortó el paso viniendo de nuevo hacia ella.
Mary lanzó un chillido de horror.
Pero no por eso perdió las energías. Corrió hacia una de las enormes butacas de alto respaldo; una de las dos butacas giratorias que parecían presidir el dormitorio. Comprendió que si la lanzaba contra su perseguidor quizá lo haría caer a tierra y eso le permitiría a ella ganar unos segundos de tiempo.
Los suficientes para llamar a la mujer que la había adoptado. Ella la ayudaría. La salvaría de las garras de aquel monstruo.
Movió la butaca.
Ésta giró velozmente.
Hasta entonces, Mary Storm sólo había visto el alto respaldo. Ahora vio la butaca entera.
Y lanzó un chillido de horror. Se llevó las manos a la boca en un gesto frenético. Sus ojos se desencajaron mirando aquello.
Porque la mujer estaba también allí.
La había estado aguardando sentada en la butaca.
Su mirada penetrante era como un cuchillo que atravesara la joven piel de Mary Storm.
Sus labios también le parecieron espantosamente rojos.
Entre ellos, la lengua se movía con una especie de secreta ansia.
Mary no podía moverse. El miedo la paralizaba por completo. Los rayos parecían retumbar ahora dentro de su propio cráneo.
La mujer avanzó poco a poco hacia ella.
—Ven aquí, pequeña —dijo, casi con dulzura—. Ven, querida.
Pero fue el hombre la que la atacó.
La enlazó por la espalda, ansiosamente, mientras buscaba su cuello.
Mary perdió la noción de la realidad mientras de sus labios escapaba apenas un gorgoteo de angustia.
Las manos del hombre acariciaban ansiosamente sus formas.
Pero no era sólo eso.
Los dientes se habían hundido en su cuello.
Bruscamente, dejó de oír el fragor de la tormenta. Dejó de ver la luz. Los resplandores lívidos de Long Beach, el mundo entero, se convirtieron para ella en una colección de sombras.