—Este retrato tiene una especial fascinación —dijo Ismael Wantor, el conservador de uno de los museos de la Fundación Rockefeller—. Los expertos lo han examinado ya varias veces y ninguno de ellos comprende cómo ha podido ser creada con tanta perfección la luz inquietante de esos ojos. Yo creo que con el retrato de Isadora Graf se está cometiendo una gran injusticia histórica. La mirada de esos ojos es tan perfecta e inimitable, que debiera de tener en la historia de la pintura universal la misma importancia que la sonrisa de la Gioconda. Opino que, con los años, el retrato que tienen ustedes delante valdrá una auténtica fortuna, y por eso he aconsejado a la Fundación Rockefeller que lo adquiriese para uno de sus museos. La semana que viene podrá ser fotografiado si ustedes lo desean.
Uno de los expertos, que estaba contemplando las últimas adquisiciones del museo, susurró:
—Pero el autor es un desconocido, ¿no?
—Sí —dijo Wantor—. La verdad es que no se le conoce ninguna otra obra que valga la pena.
—¿Y no sería simplemente un hombre sin inspiración, que copiara la realidad con una fidelidad absoluta? Usted ya sabe que hay pintores que ven más allá de la realidad y que descubren su esencia más profunda. Otros son simples máquinas fotográficas. ¿No sería ése uno de esos últimos? Fíjese en que todos los detalles son exactos. Yo pienso que ese artista no hizo ninguna creación. Se limitó a copiar simplemente esa mirada, porque era la mirada que tenía la mujer.
—Muy bien, pero en ese caso… ¡la asombrada sería Isadora Graf! ¡Nunca he visto una mirada igual! Dense ustedes cuenta: resulta fascinante y al mismo tiempo… da miedo.
Era verdad.
Había en aquella mirada algo penetrante, duro, metálico, inhumano. Y sin embargo, palpitaba en su fondo una especie de caricia secreta, un hipnotismo que hacía que uno no pudiera olvidarla jamás.
Los que estaban examinando la exposición siguieron adelante para ver otro cuadro.
Sólo dos personas quedaron delante de él. Una de esas personas era una muchacha de líneas suaves, pero marcadas; de ojos dulces y con esa expresión ensoñadora que suelen tener los artistas sinceros. La otra persona era un joven que vestía con cierta descuidada elegancia, y que lo mismo podía ser tomado por un campeón de tenis que por un pintor o un policía internacional. Aquel joven había estado últimamente en Roma y en Las Vegas. Lo que ganaba con sus cuadros, ya bastante cotizados, le permitía esos dispendios, aunque sin exagerar.
Ella musitó:
—¿Por qué me has traído aquí? Francamente, me gusta ver los nuevos cuadros que adquiere la Fundación Rockefeller, pero en cambio no me ha gustado ver ése.
Tengo la sensación de que la mirada que tenemos delante no la olvidaré ya nunca.
Él la apretó por el brazo.
Parecía completamente absorto.
—Hada, tengo que decirte algo asombroso —musitó.
—¿Qué?
—Esa mujer existe.
Hada hizo una mueca de incredulidad.
—¿Cuántos bourbon llevas tragados hoy, querido?
—Sabes que sólo bebo cuando no me sale un cuadro. Y ahora hace al menos dos meses que no pinto.
—Pero ¡pero, James! ¡Ese cuadro fue pintado en Bucarest hará unos trescientos años!
—Lo sé. Y he seguido su pista desde que lo descubrieron en París, lo tasaron, lo subastaron y lo adquirió la Fundación Rockefeller. Puede decirse que he dado, detrás de este cuadro, la vuelta al mundo, y lo que siento es no haber tenido bastante dinero para comprarlo yo.
—No te entiendo. ¿A qué viene tanto interés? ¿Por qué?
—Al principio fue sólo esa mirada. Tuve la misma sensación que tú: que no la olvidaría nunca. Luego, de pronto, me encontré con algo increíble y fuera de toda lógica humana. ¡Esa mirada existía en la realidad! ¡La mujer del cuadro se me apareció de pronto en un tren que se dirigía a la costa del Canal!
—James, insisto en que has bebido mucho…
Él pareció no oír el reproche. Tenía la mirada perdida. Con voz que solamente ella pudo escuchar, susurró:
—Verás, yo había hecho un viaje en tren desde Birmingham hasta Norwick, en la costa oeste de Inglaterra, para inaugurar una exposición de mis cuadros. Las estaciones de esa línea son de lo más abandonado y viejo que puedas imaginarte. Parece como si el tiempo se hubiera detenido en ellas. Desde la época de la reina Victoria no se ha reparado allí ni una tabla de las marquesinas. La línea está poco frecuentada y en el vagón de primera íbamos sólo unas cinco personas. Pues bien, ¡una de ellas era esa mujer! Quedé petrificado, porque yo había visto el cuadro poco antes. Era ella y sin embargo allí había algo terriblemente distinto. Allí había algo que no concordaba.
—¿Qué era?
—Tenía unos veinte o treinta años más que los representados en el cuadro. Como ves, la pintura corresponde a una mujer muy hermosa. La que viajaba en el tren ya no lo era: su piel resultaba apergaminada, sus formas alargadas y huesudas. ¡Sin embargo, la cara era la misma! ¡Y su mirada también! ¡Sobre todo la mirada!
Hada se removió intranquila.
No le gustaba aquella conversación.
Con voz suave susurró:
—Quizá era una de las descendientes de esa mujer. Es la explicación lógica. Hay caracteres que pasan de generación en generación. Basta para convencerse, mirar las galerías de cuadros de las familias reales.
—Eso fue lo que pensé entonces —dijo James—, y hasta llegué a olvidarme del asunto. Pero luego, en Berlín la volví a ver. ¡Y entonces tenía treinta años menos! ¡Era exactamente la mujer del cuadro!…
—Debía ser una mujer distinta. No la del tren, sino otra.
—No puede ser.
—¿Por qué no?
—Entre otras cosas, porque iba con el mismo hombre.
Hada cerró un momento los ojos.
Empezaba a marearse.
Mal asunto cuando uno pierde la noción de la realidad. Nadie es capaz de decir adonde puede llegarse.
—Era un tipo extraño —siguió diciendo James—. Vestía con la elegancia irreprochable de otras épocas. Quedaba pasado de moda, pero no ridículo. Él estaba igual, pero la mujer no. La mujer se había rejuvenecido de una forma asombrosa. A partir de entonces, te juro que ya no pude dejarlos; saqué todo mi dinero del Banco y me dediqué a seguirlos de un lado a otro del mundo. Hasta contraté detectives privados para que me dijeran dónde tenían reservadas habitaciones, lo que me permitía encontrarlos sin tener que haber viajado en el mismo avión.
Hada se intranquilizaba cada vez más.
Murmuró:
—¿Cómo se llaman?
—Eso es lo más asombroso.
—¿Qué quieres decir?
—¡Son el matrimonio Graf!
La muchacha sintió que la enorme sala del museo daba lentamente vueltas en torno suyo.
Necesitó apoyarse en el cuerpo tenso y fuerte del hombre.
—No puede ser… Ese cuadro es… Es de Isadora Graf.
—Más exactamente de Isadora Nubel, casada con el barón Graf.
—James, estás diciendo algo absurdo.
—Lo sé, y de aquí viene la especie de alucinación continua en que estoy viviendo. Todo concordaba para demostrarme que esa mujer, pintada hace más de trescientos años, aún vivía en compañía de su marido. Pero lo asombroso ocurrió cuando volví a encontrarles en Roma.
—¿Qué ocurrió, James?
—Paseaban por Vía Véneto… ¡y eran un par de viejos! ¡Ella había envejecido de nuevo treinta años! Hay cosas que no engañan, desde la tersura de la piel, a las líneas de las piernas. Me quedé tan asombrado que esta vez incluso perdí su pista. Me costó mucho trabajo saber que estaban en Las Vegas.
—Tú acabas de venir de Las Vegas, James. ¿Y qué?
—En efecto, estaban allí. ¡Pero la mujer volvía a ser maravillosa! ¡Era de nuevo como en ese cuadro! Me decidí incluso a abordarles, pero lo malo fue que los perdí enseguida. Tomaron un avión que yo no pude tomar y perdí definitivamente su pista. Ahora una compañía entera de investigaciones privadas está trabajando para mí; a ver si pueden darme su paradero.
Hada tragó saliva con un gesto brusco. Se dio cuenta de que respiraba mal. Apretó los puños y, desesperadamente, intentó volver a la realidad de todos los días.
—Bueno —dijo, riendo—, si son gente que han vivido más de trescientos años, ¿en qué trabajan?
—En nada. Viajan continuamente por todo el mundo, gastando auténticas fortunas. Él tiene residencias en Florencia, en Milán, en París, en El Cairo y en Nueva York, pero, generalmente, no pasan más allá de dos meses en el mismo sitio.
—¿Y con qué pagan? ¿Con cheques de viajero? —preguntó burlonamente Hada—. ¿O con vales de la ONU?
—Ése es otro detalle inquietante: él vende monedas antiguas a los coleccionistas. Es decir, monedas de su época. Parece tener un surtido inacabable de ellas, y además son rigurosamente auténticas; de modo que se las hace pagar bien. Con un lote de esas monedas viven una temporada como príncipes. Generalmente viajan a los sitios donde se cotizan más.
Hada sentía frío en la espina dorsal.
—James —musitó—. Por favor, olvídate de eso…
—No puedo, Hada. Estoy obsesionado ya. Sé que en cuanto tenga otra vez la pista de esos dos extraños seres, los seguiré hasta el fin del mundo.
—¿Pero ellos se han dado cuenta?
—Yo creo que ahora, si.
—Entonces… en el caso de que lo que imaginas sea cierto… ¡tú corres un peligro mortal, James! ¡Pueden caer sobre ti como una fuerza de ultratumba!
James musitó:
—No te preocupes. Viven siempre en sitios perfectamente respetables. Y quizá sean buenas personas, porque tengo entendido que cierta vez adoptaron una chica.
Hada cerró un momento los ojos.
No supo lo que le pasaba.
Pero hasta hubiese jurado que aquel cuadro sonreía.