V

Tomaron el colectivo 114 en Zelarrayán y Albariño y no se bajaron hasta cruzar el ferrocarril Sarmiento en avenida Segurola. Retrocedieron unos metros y se metieron por el espacio que había entre los muros de los edificios y las vías. Hacía calor. El sol del mediodía pegaba a pleno y, si bien el verano todavía no había llegado, ya se hacía sentir. Dientes y el Peque llevaban puestas las camisetas de Atlanta que Superchica les había hecho llegar. Martina llevaba una remera negra que decía en grande «Los Piojos» y en pequeño «Civilización». Tenía un dibujo extraño, como un rostro algo diabólico.

Caminaban arrastrando los pies o pateando el canto rodado. Las vías, como el cielo, estaban despejadas y los rieles brillaban con el reflejo de los rayos solares.

—No sé por qué usan la camiseta de Atlanta.

—Es regalo de Superchica.

—Ah, esa. A mí solamente me trajo unos bombones de chocolate.

—Vos no sos del superequipo, como tu papá y nosotros.

—Y a mí qué.

Caminaron unos metros más y se detuvieron para ponerse debajo de la sombra que proyectaban unos árboles.

—Bueno —dijo Martina suspirando profundo y como continuando una conversación vieja—, ¿cómo era al final?

Dientes y el Peque salieron de la sombra y se pararon sobre las vías.

—¿Ves? Así. Nos poníamos uno al lado del otro.

Se paraban como arqueros atentos antes de un tiro libre.

—Los dos a la misma altura. No se podía retroceder ni adelantar.

—Y el tren lo veías venir de lejos porque tiene una luz adelante.

—Un farol enorme.

—No, eran dos luces.

—Y había que aguantar.

—Lo más que pudieras. Sin cagarte en las patas.

—Después, cuando tenías el tren bien pero bien cerca, te tirabas para el costado. Así.

Y Dientes pegó un salto y se revolcó por el suelo. El Peque luego hizo lo mismo, pero cayó sobre los durmientes de la otra vía. Se levantaron y miraron a Martina como esperando su aprobación o su admiración.

—Una pavada.

—Vos lo decís porque no lo hiciste. Por algo nunca traían mujeres al salto.

—Era para hombres, nenita.

—Ah, justo ustedes. ¡Superchica, salvame, Superchica!

—Ese fue Dientes.

—Yo no grité así. Apareció sola cuando corría.

A lo lejos, en dirección a Plaza Miserere se veía un tren. Dientes y el Peque fueron hacia donde estaba Martina y se quedaron ahí. El tren se acercaba y los chicos lo miraban en silencio. Cuando llegó a la altura de ellos hizo un ruido atronador y el piso tembló debajo de los tres. Apenas podía verse la gente sentada mirando por las ventanillas de los vagones. La formación pasó completa levantando un viento cálido. Dientes agarró un canto rodado y lo revoleó lejos en dirección al tren. Después el Peque hizo lo mismo.

—Te gané. Lo tiré más lejos.

—¿Vamos? —dijo Martina.

Desanduvieron el camino de grava. El Peque jugaba en medio de las vías a no pisar los durmientes. Dientes y Martina no le prestaban atención. Llegaron al paso a nivel y doblaron hacia la derecha. Alguien vio de dónde venían y les gritó:

—No hay que meterse en las vías, es peligroso.

Dijeron que sí para que no les siguieran dando una lección y continuaron caminando. Por la calle Yerbal pasaban autos y la gente transitaba con el ritmo cansino típico de los mediodías calurosos.

—Tengo diez pesos —dijo Dientes sacando un billete arrugado del bolsillo—. Podemos comprar una Coca o tres helados de agua.

—Coca.

—Coca.

—¿Acá o volvemos?

—Volvamos a casa —dijo Martina.

Fueron hacia la parada del colectivo contando las monedas para el pasaje de vuelta. Dientes de un lado, el Peque del otro y Martina en el medio. Arrastraban los pies y miraban la ciudad y a la gente con indiferencia.