IV

Se despertó a la mañana, muy temprano. La televisión seguía encendida y daban uno de esos programas comerciales en los que se venden aparatos para adelgazar y levantar el culo. Tenía la boca pastosa y le dolía levemente la cabeza. Era jueves y ya no llovía. Todavía quedaban varias cosas por resolver.

A las diez debía estar en Tribunales para hacer una declaración ante un juez de instrucción por lo ocurrido en la tarde del lunes en la puerta de su edificio. Su padre la llamó para que se encontraran un rato antes. Cuando las papas quemaban, su padre no delegaba el trabajo en nadie, ni siquiera en Federico.

Una vez que estuvieron juntos, él le repitió lo que tenía que decir: como ella temía por la vida de sus amigos, había tomado un auto prestado y fue hacia su departamento. Cuando llegó y vio la escena de sus amigos tirados en el piso, perdió el control del auto y se subió a la vereda con tanta mala suerte que había atropellado a las cuatro personas que, cosas del destino, eran los asesinos del dueño del supermercado de Villa Soldati y que habían ido ahí a matar al testigo de un caso. Lo suyo fue un accidente automovilístico, una desgracia con suerte.

El juez parecía dispuesto a aceptar cualquier cosa que ella dijera. La única objeción que puso fue que seguramente la compañía de seguros iba a hacer su propia investigación para evitar pagar los arreglos del auto. El padre le dijo al juez que no se preocupara, que el estudio estaba negociando un acuerdo con la compañía y no iba a haber problema. El juez parecía más un asistente de su padre que otra cosa. A Verónica eso la tranquilizó, pero no dejó de resultarle incómodo ser testigo (o protagonista) de esa escena.

Verónica y su padre almorzaron en Tomo I, restaurante que a ella no le gustaba, pero no estaba dispuesta a discutirle nada ese día a su padre. Ella comió unos bocconcini de pâte à choux con espinacas y jamón tostado; él pidió ravioles clásicos de espinacas con ragoût de tomate. Charlaron de sus hermanas, de los niños de la familia, de algún tío perdido que vivía en Tel Aviv y que había reaparecido gracias a la página web del estudio. Evitaron hablar de lo que había ocurrido en los días previos. Él no preguntó nada sobre su trabajo, ni siquiera sobre el uso que había hecho ella del estudio en todas esas semanas. Cuando salieron, Verónica lo abrazó.

—Gracias, pa, gracias por tanta ayuda.

—Es Federico. Ese chico sigue enamorado de vos.

—Ay, pa, no hinches. Además tiene novia.

El padre movió la cabeza negativamente y se fue caminando rápido hacia el estacionamiento. Ella anduvo unas cuadras en sentido contrario. Necesitaba tomar aire.

Fue justamente Federico quien la llamó más tarde. Pensó en no atenderlo, pero le pareció una crueldad que él no se merecía. Hablaron un rato. Federico le contó que la tarde anterior habían detenido a Rivero, a su socio y a Palma. Que ese día los diarios habían sacado la información, pero que no habían podido contar demasiado ni sacar conclusiones y mucho menos vincular la muerte del maquinista con los chicos y el asesinato de Julián. Que todos se iban a desayunar con la nota de Nuestro Tiempo.

También le dijo que había hablado con Álex Vilna por su auto. Que lo del seguro se iba a solucionar y que le había ofrecido alquilarle un coche hasta que se lo reparasen, pero que el jefe de Política Nacional de Nuestro Tiempo había rechazado el ofrecimiento con una pedantería tan insoportable que él había estado a punto de mandarlo al carajo.

Lo notaba preocupado por ella. Federico se ofreció para cenar, para ir al cine, para charlar, para lo que ella quisiera. Verónica rechazó con amabilidad cada una de sus invitaciones. Hubiera pasado un buen rato con Federico, pero temía que después tuviera que rechazar acostarse con él y no estaba con ánimo para una historia asimétrica como la que ellos se podían ofrecer el uno al otro.

Los primeros ejemplares de Nuestro Tiempo llegaban a la redacción al mediodía, pero ella no pensaba ir a la redacción. Habló con Patricia y le pidió regresar el lunes. La editora no puso objeción. Le contó que las fotos habían salido muy bien.

Verónica decidió ir al hospital a visitar a Marcelo. Le compró una caja de bombones y le escribió una esquela que intentaba ser divertida a la vez que le daba las gracias. El portero estaba con su esposa y unos parientes que ella no conocía. Se encontraba recuperado y con ganas de volver al edificio. Probablemente le dieran el alta el sábado por la mañana. Tenía algunos problemas con la ART, le contó la esposa ante la mirada reprobatoria de Marcelo, porque no le reconocían lo ocurrido como accidente de trabajo.

—Mis amigos del sindicato lo arreglan —dijo Marcelo quitándole importancia.

La distribución de Nuestro Tiempo comenzaba por los kioscos del centro, así que caminó en dirección al subte B y bajó en Florida. Hizo tiempo en un bar hasta que vio pasar las camionetas que distribuían los diarios y revistas. Compró un ejemplar de Nuestro Tiempo, que tenía en la tapa sendas fotos de Rivero y Palma saliendo esposados. Arriba de todo se aclaraba «Gracias a una investigación exclusiva de Nuestro Tiempo». El título principal en la tipografía catastrófica que usaba la revista decía: «CAYÓ LA MAFIA DE LOS TRENES», y en letra un poco más pequeña: «Obligaban a chicos a arriesgar sus vidas». No releyó su artículo. Se dedicó a mirar las imágenes. Habían utilizado todas las capturas que ella había hecho del video. Aparecía también una foto de Palma en algún acto público, junto al jefe de Gobierno de la Ciudad y con un exgobernador de Misiones. «A García no le va a gustar nada esa foto», pensó, pero la tenía sin cuidado lo que pudiera opinar García. Bastante había hecho por él para respetar el acuerdo. No había ninguna mención a su persona, nada que lo pudiera vincular con el caso. Podía estar contento por cómo había conseguido quedar impune.

Esa misma noche vio las repercusiones de su nota en Internet y en la televisión. Hasta los canales con los que la revista se llevaba mal se habían visto obligados a levantar el artículo. Su celular comenzó a sonar. Eran productores que la querían invitar a programas en radio y televisión. Aceptó los pedidos de entrevistas radiales que se hacían telefónicamente, y de la tele, solo accedió a aquellas que se grababan a partir del lunes de la semana siguiente. No tenía ganas de mostrar sus ojeras a todo el país.

Sus amigas también la llamaron, querían una descripción detallada de todo lo que había vivido. Les dio una versión resumida y light de la aventura, lo suficiente para que la consideraran la nueva Mujer Maravilla. En cierto momento, sonó el timbre del portero eléctrico. No pensaba atender. Tuvo miedo. El timbre insistió y estaba por llamar a Federico cuando sonó su celular. Era Paula.

—¿Me podés abrir, nena, que estoy abajo?

Paula había cocinado unos tacos mexicanos de cerdo y pollo, había comprado unas Rapiditas, una botella de Nieto Senetiner malbec y un kilo de helado de Freddo.

—Me imaginé que te ibas a quedar en tu departamento en tu noche de gloria periodística y que si te llamaba me ibas a patear para la semana que viene.

Comieron, bebieron y criticaron a todas las personas que tenían en común. Mientras Verónica preparaba el café y comentaban pavadas, Paula le tomó las manos y le dijo:

—Va a pasar. El mundo a tu alrededor estalló en mil pedazos. Pero va a pasar. Yo te lo prometo.

Verónica movió afirmativamente la cabeza y no pudo evitar que las lágrimas corrieran. Paula la abrazó y lloraron las dos. Se quedaron en el living hasta las tres de la mañana.

El viernes contestó varias entrevistas radiales. Obviamente, no tenía nada para agregar a lo que aparecía en la nota, pero sus colegas insistían. Ella estaba acostumbrada a esas vueltas sin sentido en un reportaje, así que soportó estoicamente las limitaciones, insistencias e incomprensiones de sus entrevistadores.

También había recibido varios emails con felicitaciones. Uno era del director de la revista, que decía: «Veo que la escuela periodística de Nuestro Tiempo tiene en vos a la alumna más aventajada». Pensó en contestarle como se merecía, aprovechando la impunidad que le daba su cuarto de hora de fama, pero prefirió el silencio.

El email que más le llamó la atención fue el que recibió de Rodolfo Corso. Decía simplemente: «¿Y Juan García?». Rodolfo tenía instinto y se había dado cuenta de todo. Escribió una larga respuesta contándole los detalles de lo que había ocurrido, pero lo desechó. Tampoco le contestó.

El padre Pedro la llamó. Dijo que había leído la nota y que se sintió feliz al saber que ella había podido pasar por todas las pruebas de templanza que fueron necesarias para conseguir justicia. No le aclaró si había decidido dejar los hábitos o si continuaba a cargo de la iglesia de Villa Oculta.

El sábado por la mañana recibió un mensaje de texto de Rafael. Le recordaba que Andrea le había dicho que fuera con ellos a almorzar. Que la esperaban. Verónica no recordaba haber arreglado nada, pero no le pareció mal la idea, y de paso podía ver a Dientes y al Peque.

Le pidió de nuevo el auto a su hermana Leticia, que ya ni se quejaba. Cuando pasó por el departamento para retirar las llaves estaba también su otra hermana, Daniela, y entre las dos la sometieron a un interrogatorio, especialmente sobre el hombre que había estado en su departamento. Las tranquilizó con la verdad: que el muchacho había vuelto con su familia, que no pasaba nada entre ellos, y que, de hecho, el auto era para ir hasta su hogar, ya que la habían invitado a almorzar.

En el camino compró unos conitos de dulce de leche bañados en chocolate. Estacionó el auto frente a la puerta del inquilinato y vio a Dientes, que venía caminando por la cuadra. Cuando él la reconoció, le sonrió y se acercó corriendo.

—Decile al Peque que más tarde voy a ir a saludarlo.

Además de los dulces, Verónica llevó en una bolsa la ropa que le había comprado a Rafael y que había quedado en su departamento. A Rafael se lo veía taciturno, pero se esforzaba para mostrarse feliz con su visita. Ella también se alegraba viéndolo sano y salvo, rodeado de sus tres mujeres. Almorzaron ñoquis, que había amasado la madre de Rafael y que había cocinado él mismo. Martina la seguía mirando con desconfianza. Debía de seguir pensando que ella era la novia del padre. Crecerás y entenderás, pensó Verónica. Andrea y la madre, en cambio, la trataban con amabilidad, pero ella no podía dejar de pensar que también en la madre y en la ex o actual esposa había una desconfianza similar a la de Martina, así que no se sintió del todo cómoda en el almuerzo.

Rafael se ofreció a acompañarla hasta lo de Dientes y el Peque. Primero fueron a lo de Dientes. La madre quiso hacerla pasar, pero ella se excusó. La mujer la trataba de usted y se refería a ella como si fuera una autoridad pública. Le agradeció todo lo que había hecho y que la policía y la justicia hubieran rescatado a su hijo. Verónica pidió permiso para llevarlo junto al Peque a hacer unas compras. La madre no tuvo problemas. Algo similar ocurrió con la madre del Peque.

—¿Adónde vamos? —preguntó Dientes cuando Verónica los hizo subir en el asiento de atrás del auto.

—A buscar una casa de deportes.

—¡Yo sé dónde hay una! —gritó el Peque.

Una vez en el negocio les hizo elegir unos botines de fútbol y, ya que estaba, les regaló la camiseta de la selección argentina.

—Chicos, les prometo que la próxima vez les voy a traer un regalo maravilloso. La camiseta del mejor club del mundo: Atlanta.

Los llevó de nuevo a la casa. Pasó por lo de la familia Rafael para despedirse de todos. Los chicos la acompañaron hasta el auto y se quedaron saludándola con la mano hasta que ella ya no pudo verlos por el espejo retrovisor. Se sentía rara, no feliz, pero sí satisfecha. Cerraba correctamente algunos casilleros de su vida. No estaba mal.

El domingo fue un día de reflexión y pelea con ella misma. Si el día anterior había hecho lo correcto, ¿por qué no se animaba a seguir en esa línea? Se puso a escanear todo el material que Federico le había pasado sobre Juan García. Escribió en un documento de word un breve resumen de lo que ella había hablado con él y de lo que pensaba sobre esos documentos. Después los adjuntó a un email dirigido a Rodolfo Corso. Le escribió: «Querido Rodo, espero que estés bien. Preguntabas por García y acá está. Yo no puedo hacer nada porque lo prometí. Pero vos me imagino que tendrás ganas de volver a verle la cara a ese hijo de puta. Suerte y cuidate. Besos, Vero».

La mañana del lunes, lo primero que hizo fue sacar de la alacena una botella de Rutini y bajar al palier. Como lo había imaginado, allí estaba Marcelo. No barría porque no podía mover el brazo derecho, pero igual controlaba las obras finales del arreglo de la entrada. Verónica le dio la botella de vino.

—Hoy no es nuestro aniversario.

—No importa, te debo una bodega entera.

Y finalmente ese día volvió a la redacción. Fue a primera hora porque no quería llegar cuando ya estaban todos. Temía que se pusieran a aplaudirla o algo similar, como ocurre en las películas de Hollywood cuando alguien vuelve de alguna batalla. Fue tan temprano que llegó antes que nadie. De a poco, fueron apareciendo sus compañeros, que la saludaban con afecto. El único que se mostró poco efusivo fue Álex Vilna. Debía de estar resentido porque le había destrozado el auto y ella no tenía la más mínima intención de pagarle el arreglo con sexo. Patricia llegó y la saludó como si hubiera estado ahí el viernes anterior. Le avisó que a las dos de la tarde iba a haber una reunión de sumario con los redactores de la sección. Verónica se dio cuenta de que no tenía preparado nada, que no sabía qué nota podía proponer. Miró la hora. Eran las dos menos cuarto. Tenía quince minutos para armar un sumario. Como todo buen periodista que se precie, le sobraban diez minutos para inventar tres o cuatro propuestas de notas convincentes para un editor.