Despertó con unas imperiosas ganas de hacer pis. A los tumbos llegó hasta el baño. Volvió a la habitación y se acostó de nuevo. ¿Qué hora sería? Como la ventana estaba cerrada era difícil calcular. Además, llovía. No sentía ganas de levantarse. Buscó el celular y miró la hora: las siete y cinco de la tarde. Hacía casi un día completo que estaba acostada. Solo se había levantado para ir al baño. Tenía un par de llamadas perdidas de Federico y una de su padre. También tenía un mensaje de texto de Fede: «tdo bien? pdo psar verte?». Le contestó: «Estoy bien, quiero descansar. Te llamo mañana. Beso».
Decidió levantarse aunque fuera un rato. Tenía algo de hambre. En el termo había quedado un poco de café. Lo recalentó en el microondas. En la heladera había leberwurst, buscó unas tostadas en la alacena y se sentó en la cocina. Comió mientras tomaba el café. Después fue al living y se sirvió un Jim Beam. Abrió la ventana del balcón, apagó la luz y se puso a mirar la lluvia. Se quedó allí un par de horas, con la botella de Jim Beam cerca.
La lluvia parecía no parar nunca. Caía pesada y lentamente. Trataba de tener la mente en blanco, pero no era fácil. Cada tanto se le cruzaban imágenes que no quería traer a la memoria. Quería olvidarse de todo, de lo ocurrido y de lo escrito. Tampoco quería saber nada de nadie. No encendió la computadora ni chequeó el correo. Algo borracha, se recostó en el sillón de dos cuerpos y encendió el televisor grande. Encontró recién comenzada Scarface y se quedó mirándola. La había visto muchísimas veces y nunca dejaba de atraerla. Fue hasta la cocina y buscó una caja de Ferrero Rocher que le habían regalado hacía tiempo y que no había comido para no engordar. Se sirvió otro whisky y se dispuso a ver la película.
Fue entonces cuando sonó el celular. En algún momento había decidido apagarlo, pero se había olvidado de hacerlo. Se levantó con cierta dificultad y buscó el aparato. La pantalla mostraba un número desconocido. Atendió. Una voz femenina le habló desde el otro lado de la línea.
—Soy Andrea, la mujer de Rafael.
La voz parecía llegar de un lugar lejano. En realidad, a Verónica todo le resultaba de una lejanía irreal: la lluvia, el sonido y las luces del televisor, las sombras de ese living. Y mucho más la voz de Andrea, que le decía que Rafael estaba desaparecido. Que habían vuelto a la casa después de que le dieran el alta en el hospital y que Rafael se había enterado recién entonces de que Julián había muerto. Que se había encerrado en un mutismo que las había preocupado. Que se había acostado, estaba descansando, pero se había ido sin que nadie se diera cuenta. Ya llevaba más de seis horas fuera de casa. Que lo había llamado a su celular, pero que sonaba hasta entrar el contestador. Ella ya no sabía qué hacer, cómo buscarlo. No quería ir a la policía después de lo que le había ocurrido. Que tenía miedo de que alguien le hiciera daño. O de que él mismo se lastimara.
Verónica trataba de entender lo que Andrea le explicaba y de la misma manera que un susto baja el alcohol y alimenta la lucidez, Verónica comenzó a entender el pedido de Andrea.
—Andrea, tranquilizate. Rafael va a estar bien. Lo vamos a buscar y lo vamos a encontrar. Te llamo más tarde a este número.
Pensó en recurrir a Federico una vez más. Sin embargo, algo le decía que ella tenía más posibilidades que nadie de encontrar a Rafael.
Se puso un jogging, unas zapatillas deportivas y una campera de lluvia liviana y con capucha que usaba las pocas veces que salía a correr. Guardó los cigarrillos, el encendedor, la billetera y el celular en los bolsillos de la campera.
La lluvia arreciaba cada vez más. No había autos por la calle y mucho menos taxis. Tuvo que caminar hasta la avenida Córdoba para encontrar uno. Cuando lo tomó, ya estaba empapada. Le dio al taxista la dirección del supermercado de Julián. Si debía empezar una búsqueda, debía ser por ahí.
—¿A esta hora vas a Soldati? —le preguntó el taxista.
Verónica le dijo que sí y no le dio más lugar para la charla. Sacó el celular y buscó el teléfono de Rafael. Lo llamó varias veces pero nadie atendía. Miró por la ventanilla empañada. Buenos Aires parecía una ciudad vacía y fantasmagórica.
—¿Vivís ahí o vas de visita?
El taxista la miró por el espejo retrovisor. Verónica detestaba los taxistas que le daban charla, pero ese tipo no hablaba del clima ni de política. Quería saber de ella y eso le resultó, además de molesto, peligroso.
—Voy —dijo y volvió a concentrarse en el celular para desalentar cualquier posibilidad de conversación. El tipo se llamó a silencio por un buen rato. Pero unos minutos más tarde le dijo:
—¿Por qué no te pasás adelante y así podemos charlar más cómodos?
Verónica no le contestó. Esperó al primer semáforo en rojo y se bajó sin avisarle. El taxista le gritó «loca de mierda» y ella caminó en sentido contrario al tráfico con la esperanza de encontrar otro taxi. Por un momento temió que el tipo se bajara y la siguiera, pero no lo hizo. El taxi arrancó cuando tuvo luz verde y ella se detuvo. No tenía idea de dónde estaba. Un poco antes de que el taxista le hablara, le había parecido ver a mano derecha un hospital. Caminó hasta la esquina. Era la avenida Juan B. Justo. Se guareció de la lluvia en un refugio donde paraban los colectivos y esperó a que apareciera otro taxi. Unos cinco minutos más tarde vio uno que venía lentamente hacia ella. Se subió, le repitió la dirección y, esta vez, el taxista, en silencio, prendió el reloj y aceleró el auto.
Llegó al supermercado, pagó y se bajó. Quedó sola frente al negocio. Estaba cerrado. No se veía a nadie dentro del local. Rafael no estaba ahí. Podía estar en cualquier lado, en un bar, en la pensión donde había vivido, en un tugurio comprando merca. Verónica recordó que Rafael le había contado de un barcito al que iba con Julián, pero no tenía la dirección. No debía de quedar lejos de allí. Aunque muy probablemente era uno de esos bares diurnos que trabajan en horario comercial. Rafael también le había contado de los encuentros con su hija en una plaza. ¿Qué plaza? Volvió a marcar el celular de Rafael sin que la atendiera. En su teléfono, Verónica tenía un mapa de Buenos Aires. Buscó dónde estaba el supermercado y movió la pantalla en busca de una plaza que quedara entre ese lugar y la casa de la familia de Rafael. Había una plaza que quedaba a siete cuadras. Se encaminó hacia allí sin esperanza de que pasara un taxi. No le preocupaba andar por ese barrio, que podía calificarse de peligroso para una chica o para cualquier pequeñoburgués obsesionado por la inseguridad. Tenía la ropa empapada y la caminata a paso vivo la hacía transpirar. Llegó a la plaza mal iluminada y buscó con los ojos. Vio a lo lejos una sombra sentada en uno de los bancos más lejanos. Desde ahí no podía saber si era Rafael, pero ella no tuvo dudas. Era él.
Se acercó casi corriendo. Rafael miró hacia ella. No había nada en sus ojos que le dijera cómo se sentía. Tenía una pierna enyesada y unas muletas estaban tiradas al costado del banco.
—Vos sabías que habían matado a Julián.
Verónica se agachó y le tomó las manos. Rafael estaba tan empapado como ella. O más.
—Tenía una esposa, una hijita…
Parecía el comienzo de una frase más larga, pero Rafael comenzó a abrir la boca como si no le salieran las palabras. Ella lo abrazó como pudo y él repitió «una esposa, una hijita» mientras lloraba. ¿Qué hacían los dos en medio de una plaza, a medianoche, bajo una tormenta de nunca acabar, llorando? La oscuridad que los rodeaba no era mayor que la soledad que los cubría en ese momento. Solo ellos dos sabían por lo que habían pasado para llegar ahí, a esa plaza, a esa noche. En realidad, ella sabía por qué lloraba Rafael. Él podía vislumbrar el dolor de Verónica, pero no conocía el origen del llanto incontenible de ella, que se mezclaba con los cuerpos empapados, cansados, frágiles.
Verónica lo ayudó a ponerse de pie y Rafael dijo más para sí que para ella:
—Fui al negocio, pero no me animé a hablar con Elsa.
El celular de Verónica comenzó a sonar. Era Andrea. Atendió y le dijo dónde estaban. Andrea quiso ir para allá, dijo que un vecino remisero la podía llevar en cinco minutos. Rafael y Verónica caminaron lentamente hacia la esquina. Verónica no se apartaba de él. Tenía miedo de que, a pesar de la pierna enyesada, se escapara. Andrea llegó a los pocos minutos, abrazó a Rafael y saludó a Verónica. No tenía sentido que ella los acompañara. Les dijo que se tomaba un taxi en la próxima avenida. La dejaron ahí. Andrea le hizo un gesto como de agradecimiento y le dijo algo antes de subirse al auto, pero Verónica no escuchó ni vio. Ella ya no estaba ahí. No estaba en ninguna parte.
Caminó a ciegas y se detuvo ante una parada de colectivos. Enseguida apareció un 46 y estiró el brazo para que se detuviera. No tenía idea de hacia dónde se dirigía ese colectivo, pero no le importó. El interior estaba semivacío. Se acomodó en el último asiento individual. Sentía el cuerpo helado pese a que no hacía frío. Igualmente, seguía transpirando. Le hubiera gustado encender un cigarrillo. Apoyó la cabeza en la ventanilla y cerró los ojos, pero no se durmió. El colectivo había tomado por la avenida Rivadavia e iba en paralelo a las vías del ferrocarril Sarmiento. Pasaron la estación Villa Luro y ella se bajó al llegar a Liniers. Ya casi no llovía, pero su ropa seguía mojada. Subió por un puente peatonal que comunicaban los dos lados de la estación de tren. Se quedó en medio del pasillo mirando hacia las vías. No había trenes a esa hora. A pocos kilómetros de ahí había muerto Lucio. Ellos habían pasado por debajo de ese puente las dos veces que estuvieron juntos en el tren. Unas estaciones más allá él la había besado por primera vez. No quedaba nada de esa realidad pasada. Solo persistían esas vías herrumbrosas, trenes que repetían su rutina indiferentes a los cuerpos destrozados. Quedaba ese puente, la gente que lo cruzaba, los edificios que lindaban con las vías, los pasajeros que seguían con sus vidas. Los únicos que no estaban eran Lucio y ella. El beso de Lucio. El cuerpo de Lucio con el rostro desfigurado por las balas. Nada quedaba.
Quería cerrar los ojos y aparecer en cualquier lugar que no fuera ese. Bajó las escaleras hacia el lado norte de la estación. En la vereda de enfrente, sobre la calle Viedma, vio un bar abierto. Entró y se sentó a una mesa en el medio del salón. Había unos pocos tipos que la miraron insistentemente. Un viejo en el fondo fumaba. Así que sacó su atado de cigarrillos y encendió uno. Se pidió una cerveza. Necesitaba algo de alcohol, aunque sabía que esa cerveza no le iba a servir para nada.
El mozo le dejó el chopp y un plato con maníes. Tomó un largo sorbo. Un muchacho que estaba acodado al mostrador se acercó a su mesa. Le dijo algo y ella contestó sin escucharse. El flaco se sentó. Era menudo y parecía tímido. Seguro que le había costado acercarse a hablar. Le dijo su nombre pero ella no lo registró. Le hablaba de la tormenta, del verano que tardaba en llegar, de algo más que ella no escuchaba. Verónica llamó al mozo y pagó la cerveza. Le preguntó al muchacho si conocía un hotel cerca. Salieron juntos.
El flaco la llevó a un albergue transitorio que estaba a dos cuadras de Viedma. Durante el velatorio de su madre, Federico no se había despegado de ella. Había estado atento a lo que ella necesitara, un vaso de agua, llamar a una amiga, la obligó a comer un tostado y a tomar un café con leche. Durante el funeral, la abrazó y la contuvo en todo momento. Los más íntimos, incluido Federico, quedaron en ir a la casa del padre de Verónica después del cementerio. Ella aprovechó un descuido de Federico para subirse al auto con la familia de su hermana Leticia. Cuando llegaron a la avenida Libertador, pidió que la dejaran ahí, que ella iría más tarde a lo de su padre. Verónica llamó a un amigo que vivía a unas pocas cuadras, en el último piso de un edificio de esa avenida. Desde ahí se veía la costa uruguaya. Habían tenido sexo varias veces, pero nunca habían sido algo más que dos amantes circunstanciales sin importancia. Él estaba en su departamento y la esperó. Cogieron. Ella se quedó un rato mirando el río y después se fue a la casa del padre.
Ahora miraba el espejo en el techo, la espalda desnuda de ese muchacho sobre ella. Cerró los ojos y buscó que su cuerpo reaccionara, que se dejara llevar por los estímulos, que se comportara como un cuerpo normal, pero no lo consiguió. Cuando una media hora después se vistieron, el muchacho le dejó disimuladamente sobre su campera un billete de cincuenta pesos. Debía de pensar que ella era una prostituta. Verónica tomó la plata sin decirle nada y la guardó con los cigarrillos. Se separaron en la puerta del hotel y ella regresó a la calle Viedma. Había visto que por ahí pasaban taxis. Se tomó uno y fue a su departamento.
Había dejado la tele prendida, el vaso de Jim Beam servido, los bombones sobre la mesa ratona. Ya no estaba Tony Montana en la pantalla. Había comenzado una película que no conocía ni le interesaba. Verónica se sacó la campera, las zapatillas, las medias, el pantalón todavía húmedo, el buzo y se quedó en ropa interior. Se cubrió con el toallón que estaba usando para secarse, se tomó el whisky de un sorbo y se quedó dormida tirada en el sillón.