Al salir del edificio de Juan García caminó hacia Las Heras y llamó a Federico. Le contó lo que tenía y quién se lo había dado. No le aclaró qué había ofrecido a cambio. Federico quedó en mandarle el cadete en una hora. Ella le pasaría el material y la dirección donde se escondían Rivero y su cómplice para que los detuvieran.
—Te pido una cosa —le dijo Verónica con un tono serio y cansado—. Retené todo veinticuatro horas. La revista sale el jueves y no quiero que lleguemos un día más tarde que los diarios con la información.
—¿Y si se escapan?
—No se van a escapar. García va a hacer que no se escapen.
Cuando llegó a su departamento, Verónica llamó a Patricia, que le había dejado varios mensajes en el teléfono preocupada por su salida intempestiva de la redacción. También tenía algunas llamadas perdidas de la noche anterior.
Patricia atendió al instante, como si estuviera esperando ese llamado. Quiso saber cómo estaba Verónica. Sabía lo del accidente en la puerta del edificio, pero desconocía qué había ocurrido realmente. Verónica le ofreció una versión corta y superficial de los hechos. No tenía ganas de describir las situaciones por las que había pasado. Prefería hablar del artículo pendiente. Le contó que ya tenía todo el material para escribirlo, que se lo entregaba esa misma tarde, a última hora.
—Mirá que el cierre de la nota de tapa es el miércoles. Podés entregarla mañana sin problema.
—Prefiero terminarla hoy. Mañana no voy a estar disponible.
Pidió dos fotógrafos para el día siguiente. Uno para registrar la detención al líder de la banda y a su cómplice, y el otro para cubrir el momento en que se llevaban detenido a un subsecretario de la Ciudad de Buenos Aires.
—Por donde pasa Vero no vuelve a crecer el pasto —dijo Patricia admirada.
Verónica preparó una jarra de café, llenó el termo. Tomó dos Cafiaspirinas de las fuertes y se puso a trabajar. Guardó en su computadora una copia del video que le había dado García y lo abrió. Se veía a Rivero y a otro tipo llegando con dos chicos. Había algunas personas ubicadas en los alrededores, que la cámara registraba como quien graba el paddock de una carrera de caballos. Había saludos, risas; los únicos que parecían tensos eran esos dos chicos. ¿Quiénes serían? ¿Qué habría sido de ellos? ¿Alguno habría muerto en ese juego a la vez siguiente? Los chicos se ubicaban en las vías y se mantenían con el cuerpo en tensión. Verónica no pudo dejar de ponerse nerviosa. Apretó pausa y se preguntó si tenía sentido seguir mirando. García le había dicho que no había sangre y al menos en eso no tenía por qué desconfiar. Decidió saltarse unos segundos. Los chicos seguían en sus puestos. Adelantó más. El tren ya había frenado y se veía uno de los pequeños en el suelo. El otro, quería creer ella, había saltado hacia el otro lado. La película se cortaba y comenzaba otra similar, con Rivero siempre en el centro y el tipo que lo acompañaba. Los chicos no eran los mismos. Uno de ellos era el Peque. Verónica sintió indignación y miedo. No quiso ver más, no quería ver saltando al Peque. Con lo que había visto era suficiente. Hizo capturas de distintas imágenes donde se veía perfectamente el rostro de Rivero, del otro tipo y de varios de los que estaban ahí para apostar. También de algunos autos cuyas chapas se podían observar perfectamente. No eran inocentes esos encuadres. Seguramente García las usaba para chantajear gente. Debía de tener decenas de grabaciones con rostros y autos de los que participaban. Llegado el caso, García las utilizaría en contra de los involucrados. Verónica no sintió ninguna lástima por esos idiotas tan fácilmente estafados. Guardó todo el material en su computadora. Más tarde haría un backup del material.
Pasó el cadete de la oficina a buscar el sobre que le había prometido a Federico. Fue la única interrupción que tuvo. Al mediodía ya tenía escrita más de la mitad de la nota. Lo más importante era ordenar el material con el que contaba, evitar el nombre de García y salir de escena. No le gustaba el periodismo en primera persona, le parecía un recurso de periodistas egocéntricos, de investigadores mediocres, de escritores frustrados. Y ella no era ninguna de esas tres cosas. Igualmente le costaba dejar afuera su desprecio, su odio, sus miedos, la desolación en la que había quedado. Por supuesto que no podía poner nada de su relación con Lucio, pero cada vez que tipeaba su nombre para contar el papel del maquinista en la investigación se trababa, no podía avanzar.
Preparó una sopa instantánea de tomate y se sirvió unas porciones de pizza que habían quedado de la estadía de Rafael. Debía de ser por el estado en el que se encontraba, pero lo extrañaba. Durante los pocos días que habían compartido, se había sentido acompañada como no le ocurría desde hacía años.
Bajó a comprar cigarrillos y sintió la ausencia de Marcelo en la puerta. Caminó hasta el kiosco y a cada paso que daba seguía elaborando su artículo. Además de cigarrillos, se llevó unos chicles y un paquete de Cherry-Lyptus. Les debía un regalo a Dientes y al Peque. ¿Qué podía regalarles? ¿Una pelota? ¿Zapatillas, botines? Si no vivieran tan lejos, los habría hecho socios de Atlanta.
Federico la llamó a la tarde para decirle que el fiscal había decidido organizar los dos operativos a las tres de la tarde en simultáneo. Que por gentileza, como ella le había pasado la información, no iban a convocar a otros medios hasta que los pájaros estuvieran detenidos. Tenía la exclusiva de las fotos. También le preguntó cómo se sentía.
—Tuve días mejores. Y, la verdad, no tuve muchos días peores. Pero calculo que el sol sigue saliendo todas las mañanas a eso de las seis.
Terminó de escribir el artículo hacia las ocho de la noche. Volvió a llamar a Patricia, que estaba muy fastidiosa, porque los redactores venían lentos y no iba a poder irse hasta las diez. Verónica le dijo que tenía todo listo. Le pasó los datos para ir a sacar las fotos la tarde siguiente y le prometió que además de la nota le iba a mandar capturas del video donde se veía a los tipos que organizaban las competencias. Verónica no pensaba dar a publicación imágenes donde se viera la cara de los otros apostadores o sus autos. Antes quería averiguar quiénes eran, cómo habían llegado ahí. Tenía material para otro artículo y no iba a quemarlo por publicar una imagen.
Patricia le había dado veintiocho mil caracteres de espacio para su investigación. Podía organizar el material como ella quisiera. Cuando hizo las cuentas, ya tenía escritos treinta y cinco mil, por lo que tuvo que ponerse a cortar, trabajo que detestaba, pero que no estaba dispuesta a dejar en manos de Patricia, no porque ella lo hiciera mal, generalmente le mejoraba las notas, sino porque esta vez temía que cualquier punto o coma que ella no manejara fuera una traición a lo que ella había vivido en esas semanas. Finalmente, escribió un artículo principal de dieciocho mil caracteres. Pensó en hacer un recuadro largo dedicado a Lucio, pero la idea de tenerlo en una nota individual la destruía todavía más. Así que decidió incluirlo en el cuerpo principal del artículo, contar cómo se había convertido en la fuente principal. Lo mismo hizo con Rafael, salvo que en este caso no puso su verdadera filiación, sino un nombre inventado. Lo llamó Roberto. No había tampoco nombres de los menores, salvo de las víctimas fatales y los heridos. Con suerte, algún lector reconocería a algunos de los chicos y se pondría en contacto con la redacción o la justicia para aportar más datos.
Tres mil caracteres los usó para un recuadro dedicado a Julián, en el que relató cómo se había convertido en víctima involuntaria de la investigación. Lo describió con lo que le había contado Rafael: su interés por Chacarita, sus ganas de conocer las costumbres locales, de ser uno más entre la gente del barrio. Sin querer, Rafael le había dado material para que ella escribiera un perfil sobre Julián, que era a la vez una nota y un homenaje.
Los siete mil caracteres restantes los utilizó para un segundo artículo. Una doble página complementaria a la investigación, que involucraba exclusivamente a Palma. Juan García le había pasado en esa carpeta mucho más que el hecho de ser el tesorero de ese juego atroz con fondos públicos de la ciudad. También había desvíos de esos mismos fondos para empresas de las que Palma era uno de los dueños. O gastos injustificados, viajes al exterior, pagos a personas inexistentes. Palma era un auténtico hacedor de excusas financieras, con las que seguramente se había hecho rico. Y era más que probable que parte importante de ese dinero hubiera ido a parar a García o a alguien similar. Palma pagaría la fiesta en nombre de todos ellos.
A pesar de que nunca lo había hecho y de que cuando lo veía en alguna nota le parecía una pavada, se tomó una licencia profesional y dedicó el artículo. Puso: «Al Peque y a Dientes, integrantes del Superequipo». Las únicas personas que habían tenido una actuación destacada y que no aparecían en ninguna parte de la nota eran el padre Pedro y Marcelo. Le pareció que no incluir al sacerdote era un gesto por su parte para protegerlo. Seguramente él prefería no aparecer mencionado. A Marcelo lo dejó afuera porque contar lo ocurrido en su edificio la involucraba a ella en la historia. Tendría que haber contado su papel en primera persona. Y ella odiaba usar la primera persona en los artículos periodísticos.
«Aquí va», decía el email que le envió a Patricia con los artículos adjuntos, «fijate si podés leerlo ahora y hacerme los comentarios que te parezcan. Mañana, como te dije, no voy a estar disponible. En email aparte te mando las capturas de los videos que te prometí».
A los cuarenta minutos, la llamó Patricia.
—Verónica, esto es lo más maravilloso que leí y edité en mi vida profesional. Te llamo simplemente para darte las gracias por haber hecho este trabajo y por hacerme sentir periodista de nuevo.
—La nota es buena. Pero vos estás loca.
—Escuchá esto. Nuestro director pidió que le agreguemos una columna de opinión de una psicóloga que explique los traumas que puede generar esta actividad en los chicos que participaron.
—¿Y vos qué le dijiste?
—Que se fuera a cagar. Si tocaba una puta coma de la nota, mañana tenía mi renuncia, la tuya y una demanda por mala praxis periodística, si es que eso existe.
—Gracias, Pato, sos como una madre.
—Vos también andate a cagar.
Eran ya las nueve de la noche. Hacía treinta y ocho horas que no dormía. A la mañana siguiente seguramente sería el entierro o la cremación de Lucio. Debía ir, o no. Acercarse a la esposa, hablarle. Ver a sus hijos, que en su mente eran como fantasmitas que se metían en el medio de su historia como un dolor de ovarios. Estar entre sus compañeros de trabajo y su familia. Al fin y al cabo, ella era parte de su vida. Pero no tenía fuerzas. No le quedaba más energía para hacer lo debido. Tuvo ganas de tomar un whisky y desechó la idea: buscar un vaso y servírselo era un esfuerzo que no estaba dispuesta a hacer. Y a pesar del cansancio, creía que los pensamientos sobre Lucio no la iban a dejar dormir. Así que tomó un Valium, silenció los teléfonos, se quitó la ropa y cayó sobre la cama, como cae un cuerpo muerto.