V

Verónica cortó cuando llegaban al peaje de Dolores Prats. Había dudado en llamarlo. Las razones eran dos: la posibilidad de que Lucio estuviera en ese momento cenando plácidamente con su esposa y el hecho de que Federico escucharía la conversación. Finalmente, se decidió a marcar su número. Las manos le temblaban y ya no sabía si era por lo que estaba viviendo ese día o simplemente porque era una chica tonta llamando a un examante. Lucio no estaba con la esposa, pero Federico había escuchado atentamente todo lo que ella había dicho y tal vez algo le llegaba de las palabras de Lucio.

—¿Así tratás siempre a tus fuentes?

—No seas tarado.

Era injusta con Federico. No debía tratarlo de esa manera y, además, tenía razón. A las fuentes periodísticas no se las trata así.

—Tuve una historia con él, pero ya fue.

Avanzaban con cierta dificultad por esa avenida angosta y demasiado concurrida. Federico hacía lo que podía y hasta cruzó la avenida Gaona en rojo y por poco no chocó con una camioneta que venía en dirección a la Capital. Pasaron por el bajo nivel y encima de ellos quedó el ferrocarril Sarmiento. Llegaron a la avenida Rivadavia, donde debían decidir para qué lado ir.

—¿Haedo o Morón?

—Haedo —dijo Verónica en un susurro. Su cuerpo se había tensado, tenía ganas de mear, doblaba los dedos de los pies, gesto que repetía cuando estaba alerta.

Mientras avanzaban en paralelo a las vías del ferrocarril, Verónica mantenía la vista fija hacia ese lado, a la espera de ver pasar un tren o descubrir un amontonamiento de gente: lo primero hubiera sido un buen signo de que al menos hasta ese momento todo estaba bajo control. Como ella miraba para el costado, fue Federico el que dio el alerta.

—Allá adelante pasa algo.

El tráfico se volvía más denso y a lo lejos se veía detenida una formación. Federico avanzó como pudo hasta llegar a la altura del primer vagón, pero desde la mano de enfrente de la avenida Rivadavia. El paso a nivel estaba cortado porque el tren había quedado atravesado ahí. Desde donde estaban vieron que la cabina del conductor estaba vacía. Federico hizo una maniobra arriesgada y dobló en u y estuvo a punto de chocar con algunos de los autos que iban en dirección a Morón. Las personas que estaban frente al primer vagón parecían confundidas, pero no se veía ninguna escena de pánico. Verónica bajó del auto y se acercó a las vías. No había ningún chico atropellado, ni tampoco estaba el conductor del tren.

Recordó lo que le había contado el Peque: que cuando él sintió miedo salió corriendo, que corrió en paralelo al tren hasta dejarlo atrás y que igualmente se encontró con Rivero. Verónica pensó que era probable que los chicos hubieran corrido hacia el lado de la estación. Y si Rivero y los suyos lo iban a buscar, el lugar de encuentro debía de ser en el siguiente paso a nivel. Volvió corriendo al auto.

—Acelerá, Fede, vamos al siguiente paso a nivel.

Llegaron a la siguiente barrera y dejaron el auto sobre Rivadavia. Bajaron y caminaron hacia las vías mal iluminadas. A pesar de la poca luz, lo vieron venir. Era un chico. Era Dientes. Verónica corrió hacia él sin siquiera llamarlo. Lo agarró, lo abrazó. Sentía que se le nublaban los ojos.

—¿Estás bien?

—Yo sabía que ibas a venir.

—¿El otro nene? —preguntó Federico.

—Saltó. No lo vi más.

—¿Y Rivero?

—Rivero está allá —y señaló hacia la profundidad de las vías, la zona oscura en la que no se veía desde ahí—. Apareció con otro cuando me agarró el tipo.

—¿Qué tipo?

—El maquinista, estaba como loco. Me quería matar. Me agarró y me tiró al piso. Después aparecieron Rivero y el otro, y yo aproveché a escaparme. Me asusté cuando sentí los ruidos. Parecían tiros, no sé. Pensé que me iban a matar como mataron a mi papá.

—Llevá a Dientes al auto y vigilá que no aparezca Rivero, que va a querer llevárselo —ordenó Verónica y amagó con ir hacia la oscuridad. Federico la tomó del brazo.

—Vos quedate con el chico, voy yo.

Verónica se soltó de mala manera.

—Te dije que vayas al auto y esperes ahí —le gritó y se alejó corriendo hacia las vías.

No necesitaba que Dientes supiera el nombre. Verónica tenía una certeza: el maquinista era Lucio. Tenía terror de que le hubiera pasado algo. Quería llegar hasta algún lugar y verlo a Lucio diciéndole cualquier cosa. Sentir que lo más importante era estar ahí, que lo peor había pasado, que los chicos estaban a salvo y que él también, furioso, aterrado por lo que había vivido, pero vivo. No había arrollado a nadie. No iba a ver más chicos desafiando a los trenes. Lucio.

Lo vio tirado. Lucio. Estaba sobre las vías. No se movía, como no se movía Marcelo esa misma tarde, y sin embargo Marcelo estaba vivo. Lucio estaba tirado en el suelo como había estado Rafael, que ahora se reponía en un hospital. Verónica tomó el cuerpo de Lucio y lo sentó, no podía mirarlo a la cara, cubierta de sangre, pero lo abrazó con fuerza. Sentía el calor de su cuerpo, la humedad de su sangre sobre ella, que hablaba y lloraba y decía frases inconexas. Al final lo miró, miró el rostro destruido que apenas podía reconocer.

—No me dejes. No seas idiota, no me dejes.

Era el reproche que podía haberle hecho un día cualquiera cuando él volvía a su casa, al calor del hogar y la familia. Lucio, no me dejes. Ella estaría desnuda, se sentaría en la cama. Lo miraría vestirse. Lucio, no me dejes. Te quiero. Vos sabés que te quiero. No me dejes. Y él se daría vuelta, se sonreiría, la besaría. Se quedaría con ella. No me dejes, por favor. Y escucharían música, o verían una película juntos. Al final, la felicidad era eso. El momento en que alguien decidía no dejarte. Quedarse con vos.