IV

Por momentos creía que no eran los chicos los que iban a aparecer frente a las vías, sino Verónica. Verónica y su vestido floreado que había visto en el sueño del sábado. ¿Estaría en un nuevo sueño? ¿Vería volar el vestido de Verónica? ¿La vería a ella asomarse al borde del andén para saltar justo en el momento en que él pasara? ¿Era capaz de algo así? Recordó una historia ocurrida hacía ya diez años. Había un conductor jovencito que se estaba por casar, pero a último momento se arrepintió. La novia no lo tomó nada bien y un día le avisaron al conductor que ella había intentado suicidarse con pastillas, pero que había sobrevivido. Él la fue a visitar al hospital. Ella lo trató mal y le dijo dos cosas: que estaba embarazada y que la próxima vez que la viera iba a ser delante de las vías del tren. Y cumplió. La chica un día apareció frente al paso a nivel de la estación Caballito y se tiró cuando él pasaba con la formación hacia Plaza Miserere. El flaco ese no volvió a trabajar más y nunca supieron nada de él.

Verónica no era de esas chicas. ¿Quién era Verónica? Como si sus pensamientos tuvieran una fuerza convocatoria, comenzó a sonar el celular. El visor del teléfono decía «Víctor R.», que era como había registrado el número de Verónica. Que su pensamiento coincidiera con el llamado indudablemente confirmaba que estaba en medio de un sueño. Además, ella nunca llamaba.

—Perdoná que te haya llamado, pero es urgente.

—Puedo hablar mientras manejo.

—¿Estás arriba del tren?

Detuvo la formación en Castelar, abrió las puertas y controló que no hubiera ningún problema en el andén antes de cerrar las puertas y volver a arrancar.

—Estoy de servicio. Ya termino.

—Lucio, es muy importante lo que te tengo que decir: hoy es la competencia de los chicos en las vías.

—¿Cómo lo sabés?

—Lo averigüé. Es importante que le avises a los otros conductores, incluso si pueden parar los trenes, mejor.

—Eso es imposible. Así que hoy esos hijos de puta se van a poner frente al tren.

—Es una mafia, Lucio. Hay políticos, empresarios, tipos importantes metidos en esto. Sé quién consigue los pibes y cómo los lleva.

—¿En qué parte están, Verónica?

—No lo pude averiguar.

Verónica, Verónica, Verónica, Verónica, Verónica. La nombraba y volvía a aparecer el deseo. La escuchaba y lo único que quería era tenerla entre los brazos.

—Vos fuiste el que me puso en el camino.

—¿Para bien o para mal?

—Para bien. Conocerte fue para bien. Lucio, cuidate. Llamame cuando llegues a Plaza Once.

—Vero, quiero verte.

—Lucio.

—En serio lo digo.

—Llamame cuando llegues a la cabecera. Y estate atento.

Cortaron cuando la formación llegaba a Morón. Los trenes de la muerte y Verónica volvían a juntarse. Esa vida secreta donde convivían el cuerpo de Verónica y los cuerpos aplastados en las vías volvía a presentarse como lo que era: la realidad. El sueño era lo otro. El sueño era su esposa, sus hijos, las rutinas que amaba, los amigos comunes, los partidos de fútbol con los compañeros de trabajo. El sueño era creer que la vida le podía ofrecer tranquilidad. La realidad era un momento intenso único e irrepetible, como lo había sido cada encuentro con Verónica, como lo era el cruce con cada persona a la que había atropellado. En cambio, los sueños terminaban por esfumarse, mezclarse todos en uno. Mariana, los hijos, la casa donde vivían se borroneaban, perdían entidad en su vida. Quedaba Verónica, el deseo de Verónica, de tenerla con él. Quedaban los trenes de los que nunca se bajaba, los accidentes que nunca tenían fin.

Pensó en llamar a los compañeros de las otras formaciones para avisarles lo que iba a ocurrir esa noche, pero no tuvo tiempo. Los vio tarde, como siempre, aunque quizás esta vez incluso un poco más tarde de lo habitual. Los dos chicos que lo miraban con el cuerpo tenso, dispuestos a aguantar hasta el último instante.

No tocó bocina. Instintivamente puso el freno y apretó los dientes como si eso pudiera ayudar a que el tren se detuviera. Por primera vez en esa noche, cerró los ojos, algo que no había hecho ante ningún accidente. El tren chilló como un cerdo herido. Se oyeron gritos provenientes de los vagones ante la frenada inesperada. Nada más. No hubo el ruido del golpe del cuerpo contra los hierros. No sintió los huesos moliéndose debajo de su cabina. Los dos chicos habían saltado a tiempo.

El terror dejó paso al odio. Se bajó ciego del tren. En medio de la oscuridad de la noche, iluminado levemente por las luces de los vagones vio a un chico que se levantaba del piso y escapaba corriendo en sentido contrario al que venía el tren. Lucio no lo pensó, no le importó dejar la formación detenida ahí. Salió detrás del chico. Lo único que veía era ese cuerpo pequeño que saltaba por encima de los durmientes de la vía sin tropezarse. Era rápido, pero Lucio estaba tan enajenado que no sentía el cansancio de esa corrida. Habían ya dejado el tren atrás, cuando Lucio se acercó a poca distancia del pibe. El pendejo no daba más, se tambaleaba y él lo tomó por el hombro. Del esfuerzo, se cayeron los dos sobre las vías. El chico trató de escabullirse.

—Quedate quieto, hijo de puta.

—Por favor, señor, no me mate.

Debía de tener diez u once años, la edad que en pocos años tendrían sus hijos. A ellos los correría en broma, se les tiraría encima, riéndose los tres. Como cuando uno se despierta en medio de un sueño agradable y quiere volver a él apretando los ojos, Lucio quería estar jugando con sus hijos. Pero el sueño no volvía. Seguía ahí, frente a un chico que lo miraba aterrado.

—Yo no quería hacerlo. Superchica iba a llegar antes para que no tuviera que saltar.

—¿Quién?

—Verónica.

¿Ese chico se burlaba de él?

¿Y si eso que estaba pasando fuera realmente una pesadilla?

Iba a preguntarle qué Verónica, aunque él sabía la respuesta, cuando de las sombras aparecieron dos tipos. Uno vestido con un equipo de gimnasia y el otro absurdamente de saco y corbata. El tipo que iba con el equipo Adidas le ordenó:

—Soltá al pibe.

Lucio los miró. Entendió todo enseguida.

—Ustedes son los soretes que hacen saltar a los pibes, ¿no?

El chico había aprovechado para soltarse y alejarse un poco, pero seguía sentado en el piso. Lucio había quedado de rodillas.

—Son una mierda.

Quiso ponerse de pie. No sabía qué iba a hacer, si agarrarse a trompadas con esos tipos, si buscar una piedra para golpearles la cabeza. Sabía que no iba a retroceder hasta el tren, que ya no iba a conducirlo.

El chico aprovechó para salir corriendo alejándose de ellos.

El tipo vestido con Adidas le dijo al otro:

—Liquidalo.

El otro sacó un arma y le apuntó a la cara.

Lucio cerró los ojos. Algo estalló.