I

Tenía los ojos cerrados, pero no dormía, ni siquiera dormitaba. Simplemente quería ver negro. Alguien abrió la puerta, debió de creer que estaba dormida.

—Arriba, madre, te vinieron a buscar.

Hacía una hora que Verónica había llegado a la comisaría. La habían hecho pasar a una pequeña oficina, donde un oficial le tomó declaración de lo ocurrido. En el medio, hubo entradas y salidas de policías que venían a buscar al oficial. Ella supuso que Federico había llegado, pero no lo vio. Preguntó por Rafael y Marcelo. Primero no le supieron decir nada, pero luego entró una mujer policía y le dijo que los dos estaban internados en el Hospital Álvarez. Que uno tenía una herida de bala en un brazo y el otro se había quebrado la tibia y el peroné de la pierna derecha. Nada demasiado grave.

El oficial que le tomaba la declaración le hizo firmar una serie de papeles y la dejó ahí. Hasta que la vinieron a buscar. Para su sorpresa, afuera estaba su padre. Federico se había quedado respetuosamente unos pasos detrás.

—Hablé con el fiscal y tenés que pasar a hacer una ampliación de tu declaratoria el jueves. ¿Cómo te sentís?

—Tengo jaqueca.

—Hija…

—Pa, sin sermones.

—Simplemente quiero saber cómo estás.

—Tuve días mejores.

Debía tener más cuidado con su padre. Por un lado, su preocupación era auténtica y ella tenía la obligación de tranquilizarlo. Por el otro, no tenía que dejarse arrastrar por el camino de la culpa y las explicaciones, ni nada que se le pareciera.

—Gracias, pa, gracias por venir y arreglar todo esto.

—Yo tengo que volver al estudio. Federico te va a acompañar a tu departamento. Tenés que descansar. Lo que ocurrió fue terrible, pero tenés que ser fuerte.

—Trato.

—Almorcemos mañana.

—Mejor el miércoles o jueves. Yo te llamo.

Salieron de la comisaría los tres juntos y en la puerta se separaron. Verónica fue con Federico hasta el estacionamiento. Ella le dijo:

—Tengo que ir al Hospital Álvarez.

Federico asintió en silencio. Subieron al auto y a Verónica le volvieron al cuerpo las sensaciones de unas horas antes. La mezcla de odio hacia los tipos que habían matado a Julián y que querían matar a Rafael, la repulsión por lo que ella misma había hecho, una mezcla de asco y tranquilidad. En la comisaría le habían dicho que habían muerto dos, y los otros quedaron heridos gravemente. No sentía remordimiento, culpa, ni arrepentimiento. Solo un asco físico. Ganas de ser otra, de que otra persona hubiera hecho lo que ella se había animado a hacer. La voz de Federico la sacó de sus pensamientos.

—Cuando te llamé, te dije que tenía novedades de Juan García.

Hacía unas semanas, Federico no era más que una historia de su pasado lejano. Un chico al que había visto crecer, pero que para ella seguía siendo un adolescente tardío, torpe en la cama y cariñoso en el trato. Se había convertido en una especie de hermano. Un hermano menor (a pesar de ser unos meses mayor que ella), con el que había tenido una historia incestuosa de la que mejor era no hablar. Ahora lo veía como realmente era: un tipo con el que se podía contar.

—Efectivamente, García sabía que estábamos ahí. Y nosotros no sabíamos que el restaurante tenía una puerta trasera por la que se sale a otra calle. Ahora bien, a uno de los nuestros le dieron ganas de ir al baño y fue hasta un bar que estaba a la vuelta, a mitad de cuadra. Cuando salió, vio pasar un Mercedes Benz por la paralela a la calle donde estaba nuestra gente. Su instinto lo llevó a caminar hacia la esquina y vio que el auto se detenía más o menos a la altura del restaurante. Nos avisó y mandamos por las dudas a un delivery, para que vigilara e hiciera la primera parte del seguimiento de ser necesario.

—Y fue necesario.

—El tipo salió por ahí, acompañado de una mina y dos monos. No fue fácil seguirlo. Tenía técnicas antiseguimiento que sorprendieron a nuestra gente. Pero lo conseguimos. El tipo se metió en la cochera de un edifico de República Árabe Siria y Cabello. Un edificio construido hace menos de diez años. Y acá comienza lo que no te imaginás. El Estudio Rosenthal conoce muy bien ese lugar.

—¿Mi viejo?

—El estudio. Hace unos dos años fuimos los representantes locales del Estado de Baviera en una investigación por lavado de dinero, que comprometía a funcionarios bávaros, empresarios alemanes, rusos, israelíes y argentinos. Había una empresa alemana que trabajaba directamente con fondos provenientes de acá. La empresa se llamaba Unmittelbare Zukunft. La conexión local era difícil de descubrir, porque gran parte de la información con la que contábamos estaba camuflada en falsas direcciones, nombres que no existían. Pero una de las partes acusadas era una empresa importadora de maquinaria agropecuaria ubicada en ese edificio. Y el otro punto importante: esa empresa tiene una sede en Posadas, capital de Misiones. Te la hago corta, que ya llegamos al hospital. Nuestra investigación terminó casi en la nada. Encontramos a unos perejiles que habían sido usados de testaferros, pero no pudimos llegar al fondo. Nos faltaba, por ejemplo, el nexo entre Misiones y Buenos Aires.

—El eslabón.

—El eslabón. Yo creo que si buscamos un poco en la basura y escarbamos en la causa de Capitán Pavone, más los contactos de la Subsecretaría de la Vivienda, encontraríamos que Juan García, además de proxeneta, narcotraficante y abusador de menores, es lavador de dinero.

—Y lavar guita suele ser la actividad principal de esta clase de tipos.

—O sea, donde más le duele si te metés por ahí. En la guantera tenés todo lo que te estoy contando. No es mucho para meterlo preso, pero es un punto de partida.

En el hospital buscaron las habitaciones de Rafael y Marcelo. El portero estaba en terapia intermedia, porque lo habían tenido que operar para extraerle la bala. En cambio, a Rafael lo habían llevado a una habitación común compartida con otra persona. Si bien el horario de visitas ya había terminado, Verónica entró mientras Federico distraía a una enfermera con preguntas absurdas. Golpeó la puerta de la habitación y la voz serena de Rafael le dijo que pasara.

Estaba acostado con una pierna enyesada afuera de las sábanas. Miraba en la televisión un programa deportivo. O tal vez era su compañero de habitación el que lo estaba mirando. Verónica fue hacia él. Le preguntó cómo se sentía: ya no le dolía nada, lo que era mucho con los golpes que había recibido y se había dado en esos días.

Él le dio las gracias por salvarlo.

Ella le pidió perdón por no haber llegado antes.

Ninguno de los dos quería aceptar las gentilezas del otro. Justo en ese momento comenzó a sonar el teléfono de Verónica. Se fijó el número, pero no lo reconoció. Atendió.

—¿Vos sos la novia de mi papá?

—¿Quién habla?

—Soy Martina, la hija de Rafael. ¿Vos sos la novia?

—Martina, qué casualidad. Ahora estoy justo con tu papá. ¿Cómo hiciste para conseguir mi número?

—Quedó grabado cuando él llamó a mi abuela el otro día. Pará —le dijo a alguien que estaba con ella—. Contestame, ¿sos la novia?

—No, por supuesto que no. Esperá que te pasó con tu papi.

—Esperá vos. Antes de pasarme, acá hay alguien que te quiere hablar.

Verónica miró absorta a Rafael.