Estaba a solo tres cuadras. Milagrosamente, el auto de Álex Vilna había llegado hasta ahí sin un rasguño. El celular no había sonado, por lo que dedujo que Marcelo todavía no había podido sacar a Rafael de su departamento. Cuando creía que solo le faltaban treinta segundos para llegar a su edificio, se topó con un colegio primario a la hora de la salida de los alumnos. Los padres paraban en doble fila o cruzaban temerariamente de vereda obligando a los autos a detenerse y retrasar su marcha. Verónica tocaba bocina como una posesa. Apenas pudo pasar la marea humana escolar, giró y quedó a una cuadra y media de su hogar. Tenía que llegar a la esquina y doblar hacia la izquierda. Algo extraño pasaba en la bocacalle porque, justo cuando estaba por doblar, un auto se arrepintió, dio marcha atrás y siguió derecho. Eso retrasó unos segundos a Verónica, que le tocó bocina. Giró haciendo chillar las gomas del auto de Álex Vilna. A cincuenta metros, a la izquierda, estaba el edificio. Diez metros antes clavó los frenos. El espectáculo que vio le pareció el fruto de una pesadilla. Lo primero que surgió ante sus ojos fue el cuerpo de Marcelo tirado en la vereda, desmayado o muerto. Más allá, arrastrándose como un animal herido, estaba Rafael, que se alejaba muy lentamente del edificio. Verónica atinó a abrir la puerta para salir a ayudarlo, pero se lo impidió el cinturón de seguridad. Las cosas pueden resultar a veces buenas consejeras. El cinturón la retuvo y, en esos segundos en los que intentó bajarse del auto, vio salir de su edificio a unos tipos (¿tres, cuatro?) con la tranquilidad de quien maneja la situación.
Los cuatro tipos fueron directamente hacia Rafael, sin ocuparse de Marcelo, que seguía tirado en la vereda.
Ante Verónica, había quedado Marcelo casi al borde de la vereda, los tipos que caminaban hacia Rafael. Y Rafael, que ya estaba llegando al edificio de al lado.
Y la policía en ninguna parte. Y nadie en las calles ni en las veredas.
Verónica cerró nuevamente la puerta del auto, puso primera y aceleró.
No dudó. En ese momento solo quería que los tipos se alejaran de Rafael.
Al llegar a la altura de los asesinos giró el auto hacia la vereda, pasó al costado de Marcelo con una precisión quirúrgica y atropelló a los tipos con el auto de Álex Vilna. Cuando sintió el contacto con los cuerpos (los dos que estaban más cerca de la vereda) no frenó. Esos dos tipos cayeron sobre sus compañeros. El auto y la patota completa fueron a dar contra la entrada vidriada del edificio de Verónica, cuyos cristales estallaron al contacto con los cuerpos y la carrocería del vehículo que los pasó por encima. Recién entonces apretó el freno, o creyó haberlo apretado. El motor se apagó solo.
Verónica no cerró los ojos. Como cuando había visto a los chicos en las vías del Ferrocarril Sarmiento. Oyó gritos, tuvo la sensación de chocar contra algo más fuerte que un cuerpo, tal vez una piedra, o una pared. Pero eran los cuerpos de los tipos que había pasado por encima y ya no gritaban, o sí, pero ella ya no oía nada. El auto había quedado inclinado, como si alguna de sus ruedas hubiera quedado encima de algo sólido y pesado. En ese instante, se oyeron las sirenas de la policía. Verónica se soltó el cinturón de seguridad y volvió a encender el motor, que a pesar de todo arrancó. Por el espejo retrovisor vio los móviles policiales que rodeaban la zona mientras los uniformados se colocaban detrás de los vehículos con las armas desenfundadas. Alguien le dio la voz de alto. Ella puso marcha atrás y retrocedió un par de metros, aplastando por segunda vez a los cuerpos que habían quedado debajo, mientras se terminaba de desmoronar el ventanal y caía una lluvia de vidrios. Era como retroceder por un camino de piedras irregulares bajo una tormenta. Le gritaron más fuerte que se detuviera y saliera del auto. Recién entonces apagó el motor y se bajó con las manos en alto. Pensó en gritar «periodista» o algo así que la identificara, pero dijo en voz bien alta.
—Llamen una ambulancia, manga de pelotudos.