III

Si alguien le hubiera preguntado qué había hecho entre el momento que se enteró del asesinato de Julián y el llamado de Federico, dos horas más tarde, Verónica no habría sabido qué responder. Es probable que hubiera terminado de escribir lo que le había pedido Patricia; o tal vez se había pasado leyendo como en un loop la noticia del ataque al supermercado chino. Dos horas estuvo así. Y habría seguido hasta la noche, hasta que no quedara ningún periodista en la redacción, si no hubiera sonado su celular. Era Federico. Estaba alterado. Acababa de escuchar la noticia de las muertes en el supermercado.

—Te iba a llamar para decirte que habíamos conseguido seguir a García y que tenía novedades al respecto, pero el asesinato de los chinos es terrible. ¿Dónde estás?

—En la redacción.

—¿Pensás quedarte ahí? ¿Y Rafael está con vos?

—¿Cómo va a estar Rafael conmigo? Está en el departamento.

—Verónica, la patota tiene la grabación del supermercado.

—¿Y? Nosotros tenemos una copia de cuando le pegaron a Rafael.

—Ellos te tienen a vos grabada, a vos llevándote a Rafael. Los tipos estaban buscando a tu testigo. Deben estar yendo a tu departamento.

¿Podía haber sido tan idiota?

Rafael.

—Mandá ya a la policía para allá —le gritó a Federico.

—No conozco al comisario de esa seccional.

—Decile a mi viejo, que hable con el ministro del Interior, es urgente que ya pongan un patrullero en la entrada del edificio.

—No es fácil, llamalo a Rafael y que salga del departamento.

—Ya, Fede, un patrullero, es urgente.

—Vos no te muevas de ahí.

Verónica cortó sin contestarle. En la redacción se había hecho silencio y la miraban. Ella preguntó:

—¿Quién está con auto?

Álex Vilna había traído el suyo. Se ofreció a llevarla a donde fuera necesario. La frase de Verónica no dejaba margen para ninguna negociación:

—Dame las llaves.

Álex le dijo en qué estacionamiento lo había dejado y ella salió corriendo de la redacción ante la mirada desconcertada de sus compañeros.

Llamó al celular de Rafael. No atendió.

Corría por la vereda esquivando gente y solo disminuyendo la velocidad para volver a llamar. Rafael seguía sin atender.

Insistió dos, tres, cuatro veces. Llamó a su propio teléfono de línea para ver si lo atendía, pero saltaba el contestador automático.

Salió del estacionamiento sin preguntar si tenía que pagar algo. Con el tráfico de esa hora tardaría en llegar unos veinte minutos. Si no respetaba las normas de tránsito, podía bajar el tiempo a quince o dieciséis.

Además tenía que volver a llamar por teléfono. Rafael no atendía. ¿Dónde estaría? Pensó lo peor, que la patota ya había llegado y lo había liquidado. No, no podía ser eso. Se hubiera enterado. El portero la habría llamado. Marcelo. Lo buscó en la agenda del teléfono y lo llamó.

—Marcelo, es urgente. Rafael, el muchacho que vive conmigo, está en peligro. Hay una banda de asesinos que está yendo para allá para matarlo. No me puedo comunicar con él. Por favor, entrá con la llave que te di de mi departamento y fijate si está ahí, que se vaya, a donde sea pero que se vaya. Es urgente.

—Te llamo cuando lo saque de ahí.

Verónica cortó, tiró el teléfono en el asiento del acompañante y aceleró para pasar un auto. Se subió por una bicisenda y cruzó la avenida cuando ya se había puesto rojo el semáforo. No escuchaba los bocinazos que le dedicaban los otros automovilistas. A los trece minutos de haber sacado el auto del estacionamiento estaba a solo tres cuadras de su edificio.