I

Subió al auto con fastidio. Ni el chofer ni el guardaespaldas ni la asistente dijeron una sola palabra en el camino de regreso. El recorrido por la cocina, un pasillo y luego el patio, para poder salir por la puerta trasera de la Trattoria della Zia Rosina, lo había puesto de mal humor. También le había molestado el diálogo con la periodista. El tono de esa mujer que creía tenerlo todo bajo control resultaba enervante para cualquiera y mucho más para él, que no estaba acostumbrado a lidiar ni con periodistas ni con mujeres. Él ofreció un acuerdo justo y ella se negó a aceptarlo. A él no le gustaba perder el tiempo y los minutos que había pasado en ese lugar habían sido demasiados.

El problema era que no se trataba de una mujer, sino de una chica que reaccionaba como una adolescente rebelde ante un padre severo. Una chica equivocada. Los trenes eran una parte menor de sus actividades. Ella lo veía interesado en resolver el problema y pensaba que a él los trenes y esos pendejos le quitaban el sueño. Pobre ilusa. Si algo había aprendido hacía ya más de veinte años era que el menor de los negocios debe preocupar tanto como el más importante. Esa era la razón de su interés por acabar con las suspicacias de la periodista. Y ella no iba a poder terminar con nada. Si tenía ganas, mañana mismo él podía conseguir una pandilla de pendejos para hacerlos tirar en paracaídas. Si quería, podía borrar inmediatamente cualquier huella de lo que había pasado en los últimos años en el ferrocarril de la zona oeste. Pero la periodista había metido la nariz donde no debía, Rivero había elegido a un tipo equivocado como empleado y Palma se había quedado con dinero que no le correspondía. Los tres juntos eran menos peligrosos que un grano en el culo, pero igual de molestos. Tenía que reventarlos, como un grano.

Desde el auto llamó por teléfono y dio la orden de que fueran al supermercado chino. Tenían que liquidar ahí mismo al que había intentado denunciarlos en la policía.

¿Habría trascendido de alguna manera que la competencia sería el martes? El idiota de Rivero no iba a saber decírselo. Era incapaz de sacar una conclusión por sí mismo. No debía de saberlo. ¿Y si alguno de los dos pendejos lo había comentado con sus padres o con alguien que hubiera puesto en alerta a la periodista? Era casi imposible, pero ese «casi» le resultaba incómodo. Se dejó llevar por su instinto, el mismo que lo había salvado de tantos problemas.

—Rivero, cambiá el día. Es hoy.

—Pero, jefe…

—Las pelotas. La periodista esa debe saber lo de mañana. Es hoy. Que les avisen a todos. Llevá a los pibes.

—Como usted diga, jefe.

—Y no dejés que los pendejos se vuelvan a la casa o algo así. No tiene que haber ni una filtración. ¿Entendiste?

Dos sobre tres. Quedaba Palma. Con ese había tiempo. No tenía que salpicar sangre si se podía arreglar de otra manera. Había algo peor que la muerte para Palma y era ver cortada su carrera política, su vida de bacán en el country de Canning. Cárcel y pobreza. Eso iba a recibir Palma. Lástima que la periodista no había aceptado. Él y la chica se hubieran ahorrado varios disgustos.

Ese día decidió no dedicarle un minuto más al tema. Sin embargo, un par de horas más tarde recibió un llamado telefónico que volvió a preocuparlo.

—Regresaron los muchachos. Negativo. No estaba el hippie. Los muchachos se cobraron la deuda con el chino.

—Eso es cosa de ellos.

—Pero hay una buena noticia. Trajeron la grabación de las cámaras de seguridad. Creo que sabemos dónde está el hippie.

—¿Creés o sabés?

—En la grabación del día viernes se lo ve salir con la periodista.

—¿Cómo con la periodista?

—Sí, la que fue a ver a Rivero. Se subieron a un taxi y se fueron los dos tortolitos.

—Lo debe tener escondido en el departamento de ella. Así que ese era el testigo importante. Se cree que tiene el ancho de espadas. Convertilo en cuatro de copas.

—Okey. ¿Y si está ella con él en el departamento?

—Si está ella matamos dos pájaros de un tiro.

—Mire que es una periodista.

—Me chupan un huevo los periodistas.