XI

Los días habían comenzado a ser más largos. La primavera dejaba paso a los primeros calores, que se compensaban con los molestos vientos del atardecer. Un hilo de luz diurna quedaba en el horizonte. Lucio veía la caída de la noche —de cada noche en la que le tocaba conducir el tren— como el comienzo de su participación en una historia demencial: moverse de una punta de Buenos Aires hasta la ciudad de Moreno con la certeza de que en algún momento dos chicos iban a estar frente a él desafiando a la suerte. Él tendría que apretar el freno, hacer todo lo posible para no pisarlos, aunque sabía que iba a ser inútil, que dependía absolutamente de los chicos, de que ellos se apiadaran de él y saltaran a los costados antes de que el tren les pasara por arriba. «Pendejos hijos de puta», masculló mientras miraba lo más lejos que podía esas vías desnudas. Todavía desnudas.

Las horas pasaban sin ninguna novedad. Tal vez hoy no sea, pensó sumido en la oscuridad solo iluminada por la luz del tren. Tal vez fuera al día siguiente, o el miércoles, o el viernes. O quizá Lucio se estuviera acercando a lo inevitable. Era una noche de luna nueva, oscura y sin estrellas a causa de las nubes que encapotaban el cielo. Le quedaba solo una vuelta entera para terminar la labor del día. Los pocos pasajeros que bajaron en Castelar fueron reemplazados por otros que irían hasta Morón, Liniers o Plaza Once. Arrancó el tren, cruzó el paso a nivel. El tren se dirigía a su máxima velocidad hacia Ituzaingó. En treinta y cinco minutos debía llegar a Once. A Lucio no le gustaban las noches sin luna.