Las probabilidades de que a un maquinista le tocara manejar la formación que sería protagonista involuntaria de ese juego macabro en las vías eran inciertas. Con la vista fija en los rieles, Lucio había intentado infinidad de veces establecer el cálculo matemático que revelara la regularidad de ese infierno repetido. En la ecuación cruzaba los datos de las frecuencias de los trenes con la cantidad de servicios nocturnos y el número de conductores que manejaban en ese horario. Pero cualquier maquinista con experiencia sabía que no era así. Bastaba haber trabajado cuatro o cinco años para saber simplemente que las posibilidades crecían a medida que se hacía más tarde y que el tren se encontraba lejos de las cabeceras. Era la segunda vez que Lucio rompía las reglas y pedía conducir alguno de los trenes que nadie quería manejar. La primera ocasión había sido aquella fría noche de invierno en que invitó a Verónica a subirse a la cabina para que viera ella misma lo que pasaba en las vías. Ninguno de sus compañeros había hecho referencia a la competencia de los chicos y prefirieron concentrarse en el hecho de que invitaba a una chica a viajar con él en el receptáculo del conductor. Les resultaba fácil negar la realidad.
Ahora Lucio volvía a conducir por voluntad propia una de esas formaciones. Pero esta vez no había mujer, ni razón evidente para cambiar. La imposibilidad de hablar de ese tema era más fuerte que la intriga por saber qué llevaba a un compañero a ofrecerse para ese trabajo de mierda. Lo dejaron hacer lo que él quería. Ellos, los que no trabajarían ninguna noche de esa semana y de la siguiente, podían respirar tranquilos.