Hay cosas que uno nunca pregunta a su padre: si tuvo sexo, si amó a alguien que no fuera su madre, si fue cobarde, si estafó. A todas esas preguntas que Lucio nunca había hecho, él podía agregar una más: si su padre había atropellado a alguien cuando era conductor de trenes. Tampoco sabía si su abuelo había sentido en su vieja máquina a vapor el ruido de los huesos destrozados por el peso del metal. Él tampoco se lo contaría jamás a sus hijos. Al menos él no iba a dejar que Fabián y Patricio trabajaran en los ferrocarriles. Hubo un momento en su vida en que él también podría haber dicho que no, que no se iba a dedicar al oficio familiar. Ese momento se perdía en la neblina de su juventud. La vida le había ido ofreciendo poco pero bueno. Supo que nunca iba a ser ingeniero, pero no le iba a faltar trabajo. Nunca le sobraría plata, pero tendría la suficiente para que no faltara el plato de comida o las zapatillas buenas para sus hijos. Y ese contrato absurdo con la vida escondía en la letra chica los accidentes de trenes. Y Verónica. Entonces, ¿había valido la pena? ¿Cada imagen, cada sonido, cada sensación física de esos seis cuerpos sin vida? ¿Verónica había valido la pena? Su única certeza era la que había surgido después del último encuentro con ella. Si no fuera por Verónica, no estaría ahora conduciendo el tren nocturno del Sarmiento.