III

Lucio ya no tenía calambres en las piernas, al menos cuando tenía sexo con su esposa. Sin embargo, ahora sentía que eran los brazos los que se dormían y una puntada le arrancaba por debajo del cuello hasta la cabeza. Eso le ocurría cada vez que se ponía a conducir un tren. Terminaba su turno exhausto, como si su trabajo conllevara un esfuerzo físico enorme. Llegaba cansado a su casa. A veces, Mariana lo esperaba levantada y charlaban mientras él cenaba.

La noche del sábado tuvo una pesadilla. Uno de esos sueños que cada tanto lo acosaba. Iba conduciendo un tren. No los actuales, sino uno de esos Fiat con aspecto de camellos. Cuando comenzaba a conducirlo era de día, pero de repente se hacía de noche. Veía poco y nada. De repente, un vestido floreado se estrellaba contra el parabrisas. No era una mujer, sino simplemente la prenda. Se golpeaba contra el vidrio y le tapaba la visión. Solo veía las flores azules y rojas de la tela. Él descubría que ese vestido era de Verónica. Entonces, concluía él, Verónica estaba muerta. La había pisado un tren. ¿Cómo nadie le había dicho nada? Verónica había muerto. Él se ponía a llorar. Sentía una mano en la cara. Era Mariana a su lado, como ocurría cada vez que despertaba de una pesadilla. Lucio se calmó. Se levantó y fue hasta la cocina para tomar un vaso de agua. Mariana fue detrás de él. Se quedó haciéndole compañía hasta que Lucio decidió acostarse e intentar dormir unas horas. Luego le tocaría levantarse, darles el desayuno a los chicos, comprar las facturas del domingo, preparar el mate. Lo de siempre.