Verónica contempló en el espejo del techo los cuerpos desnudos, el suyo y el de Lucio. Vio dos cuerpos resignados, exhibidos impúdicamente por ese espejo que no tenía piedad. Verónica atinó a cubrirse con la sábana. Había tenido noches peores con otros hombres, y a esa altura de la vida sabía que a veces había que soportar noches semejantes. Con otro tipo, incluso con Lucio unas semanas antes, se habrían vestido, tomado una cerveza, escuchado un disco y habrían pensado que la próxima vez el deseo iba a permitirles disfrutar del cuerpo del otro. Y ese era el problema. Ella ya no quería una noche más. Él quizá tampoco. Eran dos cuerpos muertos desde el primer beso que se dieron en la habitación del albergue transitorio (antes se daban el primer beso en el ascensor). Y esos cuerpos que eran tan fáciles de calentar se habían roto, no levantaban temperatura con nada. Las caricias resultaban lijas, los besos una baba gelatinosa, los brazos y las piernas pesaban como si fueran de plomo.
Lucio tuvo la deferencia de acompañarla hasta Rivadavia para que tomara un taxi. Se despidieron como con vergüenza, un beso rápido y leve. Ella se tiró en el asiento trasero del auto con la convicción de que ese había sido el último encuentro entre ellos. Había sido un error proponerle que se encontraran para ir a un hotel. Se había dejado engañar por el llamado de él, algo tan inusual. Y ese tono de hombre confundido, o arrepentido, que para el caso era lo mismo, la había confundido o la había hecho arrepentirse de lo que pensaba los días anteriores. No habría más confusión o arrepentimiento.
Llegó a su departamento y a punto estuvo de encender todas las luces mientras revoleaba los zapatos y comenzaba a desnudarse. Tenía la costumbre de llegar a la habitación o al baño solo con la ropa interior puesta. Pero si hubiera hecho todo eso —encender la luz, desnudarse—, le habría pegado un buen susto a Rafael, que dormía en el piso del living. Así que entró silenciosamente, fue hasta la cocina, abrió la heladera sin encender la luz y tomó agua de la botella. Desde el living llegaba la respiración acompasada de Rafael. Entre todos los problemas que significaba tener a ese muchacho en su casa, debía reconocer que era una suerte que no roncara.
Fue primero al baño, hizo pis, se lavó los dientes, se quitó los restos de maquillaje, se limpió la piel con una crema y fue a su habitación. Cerró la puerta y encendió el televisor. Puso una película subtitulada para poder verla sin levantar el volumen.