Durante el tiempo en que Verónica y él fueron amantes, había períodos en los que ella no existía. Lucio olvidaba totalmente su existencia. Como si perdiera la memoria de modo selectivo, podía estar días enteros sin pensar en ella, sin que nada la trajera a su mente. Hasta que de pronto ella aparecía de la manera más absurda: mientras jugaba al fútbol, en la fila de un Pago Fácil, al pedir un delivery de pizza. Sin que hubiera una lógica, ella pasaba a ocupar su cabeza a tiempo completo. No podía concentrarse en otra cosa que en volver a verla. Y eso también podía durar horas, o incluso días, hasta que el intercambio de mensajes de texto confirmaba una nueva cita. Pero en los días en que no pensaba en ella, Verónica, simplemente, no formaba parte de su vida. Si alguien hubiera podido leerle la mente en esos períodos, jamás hubiera descubierto que tenía una amante.
Sin embargo, desde que ella se había ido del bar, se había instalado en un lugar permanente de su cerebro. No es que pensara en ella todo el tiempo, pero sí estaba presente a cada momento, como un malestar, una molestia muscular, unas líneas de fiebre, algo que no lo dejaba actuar con naturalidad en ninguna parte. Repetía su nombre para sus adentros, o lo susurraba. Al irse a dormir trataba de pensar en ella conscientemente, quería que saliera de ese lugar oscuro de su cerebro. Al día siguiente se despertaba con la misma inquietud.
No podía continuar de esa manera. Decidió llamarla. Ella no parecía sorprendida, pero sí distraída. Hubiera preferido un rechazo abierto, o un enojo, a esa sensación de que ella pensaba en otra cosa mientras hablaban. Comenzaba a creer que había sido un error, cuando ella le preguntó:
—¿Por qué no nos vemos?
Se vieron al día siguiente en La Perla. Lucio quiso averiguar quién paraba en el departamento de Verónica, pero ella no estaba dispuesta a contarle. No se quedaron mucho tiempo en el bar. Fueron, como la primera vez, al hotel que estaba en la esquina de Cromañón. Como si el tiempo hubiera entrado en un loop, les tocó la misma habitación que imitaba una cabaña de troncos. Lucio contemplaba el cuerpo de Verónica en los espejos. El cuerpo de Verónica penetrado, movido, empujado con toda la fuerza de sus caderas. El cuerpo de Verónica marcado por las mordidas y los chupones. La boca de Verónica en su verga. De a poco fue sintiendo que se alejaba, que esas escenas pertenecían a una película pornográfica que miraba sin deseo. O tal vez era un simple sueño y él no estaba realmente ahí. De pronto volvieron los calambres, esos latigazos en las piernas que lo obligaban a tensar el cuerpo y permanecer quieto. Agotados por el esfuerzo más que por el placer, se quedaron los dos mirando el techo, observándose por el espejo. Lucio estaba dentro de una película y tenía que salir de ahí. Cuando dejaron el hotel, él la acompañó, como aquella primera vez, hasta Rivadavia. Ya no hacía aquel frío que cortaba los labios, sino que los empujaba el molesto viento de la primavera. Verónica tomó un taxi y él se puso a caminar por la avenida. Estaba dispuesto a llegar hasta Río de Janeiro y tomar ahí el colectivo 112. Necesitaba caminar y pensar. No debía volver a ver a Verónica. Eso era ya una certeza desde que, en la habitación del hotel, se habían mirado en el espejo. No era por eso que tenía que sentir el ritmo de sus pasos para que se aclarasen sus pensamientos. Volver a encontrarse con Verónica, haber repetido el primer encuentro, lo había enfrentado a la otra parte de esa vida paralela: los trenes de la muerte, los chicos desafiando su frenada inútil. Esos chicos a los que —como había descubierto cuando visitó a Malvino— odiaba, como odiaba a todos los que se habían tirado debajo de su tren. Y él no podía escapar a su destino. Su instinto o su miedo lo sabían: un día de la semana siguiente iban a estar los chicos listos para mantenerse firmes con la llegada del tren. Podía hacerse el idiota, pedir el turno que terminaba a media tarde. O podía hacer lo que estaba marcado: trabajar durante el horario nocturno toda la semana. Y si no ocurriera nada la próxima semana, entonces trabajaría de noche la siguiente hasta verlos aparecer frente al tren. Mantener sus sentidos, su intuición, sus reflejos y su odio alertas. Podía no tocarle a él. O sí. Al fin y al cabo, él también estaba jugando a la ruleta rusa.