II

Martina la iba a esperar en la puerta del inquilinato. Rafael había hablado con su hija desde el celular de Verónica, le había dicho que estaba bien, pero que por unos días no podría visitarla, que en un rato una amiga iría, porque quería charlar con Dientes y el Peque. Que ella se los presentara. Después Rafael habló con su madre, le dijo que estaba con un trabajo especial y que recién iría por allá en unos días.

Unas horas antes, Daniela le había dicho a su hermana que, a simple vista, Rafael no tenía nada grave. Contusiones, algún corte, pero no había órganos comprometidos o algo similar. Igualmente, recomendaba que se hiciera unos estudios para descartar heridas internas. Que se diera la antitetánica y que tomara ibuprofeno para el dolor.

Cuando se iba, en la planta baja, Daniela le advirtió:

—No sé en qué andás, Vero, pero te estás metiendo en problemas. Para lastimar así a un tipo, hay que pegarle entre varios. Con la mitad de los golpes que le dieron a vos te dejan muerta o hemipléjica.

Verónica trató de atenuar el pánico con unas excusas inventadas para la ocasión, pero su hermana no la creyó. Por algo se habían criado juntas.

Cuando Rafael y Verónica volvieron a quedarse solos empezaron a planear los pasos siguientes. Para ella, lo más importante era averiguar cuándo sería la próxima vez que los chicos irían a las vías. Para él, lo primordial era avisar a la madre de Dientes para que no lo dejara ir. También, insistía Rafael, había que averiguar quién era el otro chico que iba a saltar. Verónica no estaba de acuerdo: creía que si Dientes no participaba, lo reemplazarían por otro y el problema persistiría, con la diferencia de que ellos no iban a poder hacer nada; en cambio, mientras Rivero pensara que Dientes iba a saltar, había posibilidades de atraparlos. A él y a sus cómplices. Cómplices que Rafael no conocía y que iban a quedar impunes si interrumpían todo en este momento. Rafael no estaba del todo convencido, pero sí estaba de acuerdo en que el primer paso era averiguar cuándo sería la próxima competencia.

Verónica llegó al inquilinato pasadas las seis de la tarde. Una preadolescente esperaba en la puerta. Era Martina.

—Les dije que una amiga de mi papá les quería hablar. Están en la terraza.

Martina la condujo hasta el pie de la escalera. Por suerte, no se cruzaron con nadie. Verónica no estaba tranquila. No le gustaba tratar con chicos. Sus sobrinos eran otra cosa. Los había visto nacer y crecer a su alrededor. Así y todo, muchas veces se encontraba con que no comprendía o no soportaba sus actitudes. Los chicos le parecían extraterrestres que hablaban un idioma propio y tenían sensaciones incomprensibles para ella. Con esa certeza subió la escalera. Sentados en el piso, estaban Dientes y el Peque, que la miraban serios, como si se tuvieran que enfrentar con la maestra, o peor, con la directora de la escuela. Dudó entre darles un beso en la mejilla, como había hecho con Martina, o darse por saludados con un casi inaudible «hola». Prefirió esta última opción. Los chicos se quedaron sentados donde estaban.

—Vos sos Dientes y vos sos Peque, ¿no? —La intuición había funcionado correctamente—. Rafael me habló mucho de ustedes dos. Quiero que sepan algo de entrada. Vengo a ayudarlos y a protegerlos. No deben tener miedo. Y lo que me digan lo voy a saber yo sola. Y Rafael, por supuesto. Pero, si es necesario, ni sus madres se van a enterar.

Verónica sintió ganas de fumar. Se contuvo, no le parecía un buen ejemplo. Se acordó de que tenía unos caramelos Cherry-Lyptus en algún lugar de la cartera. Buscó el paquete y les ofreció una pastilla. Los dos aceptaron y ella les dijo que se quedaran con el paquete. Dientes lo guardó en el bolsillo de su pantalón.

Mejor no dar muchas vueltas.

—¿Ustedes lo quieren a Rivero?

Los chicos abrieron bien los ojos. No supieron qué contestar.

—En serio, ¿lo quieren? ¿Les gustaría que fuera alguien de la familia de ustedes?

—Rivero es muy exigente —dijo el Peque.

—Chicos, ¿me dejan decir una mala palabra? Rivero es un hijo de puta.

El Peque se rio, Dientes movió la cabeza negativamente, como desaprobando la risa de su amigo. Pero los dos parecieron aflojarse con la última frase de Verónica.

—Yo sé lo que les hizo Rivero a ustedes. También sé lo que les hizo a muchos chicos antes que a ustedes. Hace años que viene haciendo esto. Ustedes no fueron los primeros. Y Vicen no fue el único chico que murió.

El Peque se abrazó más fuerte a sus rodillas.

—Yo sé que lo hacían porque querían ganarse la plata. Pero Rivero es una mala persona, que odia a los chicos como ustedes, que no le importa si mueren o si el tren les corta las piernas.

—Pero si uno salta rápido no pasa nada —dijo el Peque.

—Cuando yo tenía la edad de ustedes, mi papá me quería enseñar a pescar. ¿Vieron que las cañas llevan un anzuelo? No sé si vieron lo filosos que son. Bueno, mi papá me dijo que por más cuidado que pusiera, no había pescador que no se clavara al menos una vez con un anzuelo. Y yo que soy muy miedosa y odio las inyecciones y cualquier pinchazo, no quise saber nada. Nunca pero nunca pesqué. Ni siquiera esa vez.

—Qué maricona —fue el comentario de Dientes.

—Sí, maricona. Pero nunca me clavé un anzuelo. Ahora imaginen que el tren, ese enorme tren que se les viene encima, al menos una vez los va a pisar. Pero en ese caso no hay una segunda oportunidad. No les van a coser el dedo por el pinchazo de un anzuelo. Tarde o temprano, van a morir atropellados por el tren.

—¿Tu papá se enojó porque no quisiste pescar?

—Un poco. Después se le pasó. Es cierto, si ustedes no compiten, Rivero se va a enojar, porque ya les dije que es un mal tipo y solo quiere ganar plata con ustedes. Y yo lo que quiero es que Rivero pague por todos los chicos que se murieron, por todo lo que sufrieron los que como vos, Peque, tuvieron que ver cosas horribles.

—¿Y si después se la agarra con nosotros?

—Yo no voy a dejar que ese tipo se la agarre con nadie.

—¿Lo vamos a matar? —preguntó el Peque.

—Lo podemos atar en la vía y que lo pise el tren —fue la propuesta de Dientes.

—Me encantaría hacer eso, pero no se puede. Nos tenemos que conformar con que vaya a la cárcel. Y para eso necesito ayuda de ustedes. Necesito que seamos como un superequipo. ¿Están de acuerdo?

Los dos dijeron que sí con la cabeza.

—Lo primero que tengo que saber es cuándo tenés que ir con Rivero a las vías.

Se hizo un silencio. Verónica no dijo nada más. Era solo cuestión de esperar.

—El martes a la noche.

—Y el lunes tenés entrenamiento en el club.

—Sí. Mañana viernes también.

—¿Y cómo te va a llevar hasta las vías? ¿Ya sabés dónde es?

—No me dijo el lugar. Me va a pasar a buscar por Zelarrayán y Gordillo.

—A mí también me pasó a buscar por esa esquina y después me trajo de vuelta. Pero la segunda vez yo me asusté y salí corriendo.

—¿Y cómo llegaste a tu casa?

—Corrí como mil cuadras, pasé por delante de todo el tren con la gente mirándome y, cuando llegué a una esquina, me puse a descansar. Y ahí apareció Rivero con otro tipo.

—¿Sabés cómo se llamaba el otro tipo?

—No.

—Les digo lo que vamos a hacer. Vos vas a ir al entrenamiento mañana y el lunes como si no pasara nada. Y el martes vas a ir con Rivero a las vías. Vos no nos vas a ver, pero te aseguro que ese día vamos a estar todo el tiempo vigilando para que no te pase nada. Y antes de que estés sobre las vías, cuando estén todos los malos reunidos, Rivero y sus amigos, ahí vamos a aparecer nosotros.

—¿Usted es policía?

—No, soy periodista.

—¿Y va a venir con otros periodistas?

—No, va a ir gente que trabaja con la justicia. Vos no te preocupes. Hacé todo como él te diga. Nosotros te vamos a estar cuidando. ¿Sabés quién es el otro chico?

—No, no me dijo.

—¿Y cuánta plata les paga Rivero?

—Veinte si perdés y cien si ganás.

Verónica buscó la billetera y sacó dos billetes de cincuenta pesos. Le dio uno a cada uno.

—Esto es por ayudarme a armar el superequipo. Ustedes no le cuenten a nadie que hablaron conmigo.

Verónica dejó a los chicos en la terraza. En la puerta estaba Martina, como si estuviera haciendo de campana ante la llegada de algún adulto.

—Tu papá me dijo que eras muy linda y tiene razón.

—Me parezco a mi mamá.

Verónica le dio un beso en la mejilla y fue hacia el taxi, que la estaba esperando a unos pocos metros del inquilinato.