Pasó tres días encerrada en su departamento. No salía ni para comprar comida. Se conformaba con lo que encontraba en la heladera, el freezer o la alacena, que nunca era mucho, porque le disgustaba hacer las compras de la semana. Había decidido no atender ni a sus amigas. Pero cuando llamó Pedro, ella atendió pensando que tal vez había averiguado algo nuevo sobre Vicen. Muy pronto descubrió que Pedro quería hablar de sus problemas, de lo que estaba enfrentando. Verónica le siguió la conversación, trató de alentarlo, pero no lo invitó a su casa ni él le dijo de verse. Pedro repitió el llamado dos veces más. A la tercera, Verónica le dijo que ella también estaba pasando por un momento difícil, personal y profesional, y que sentía que no podía ayudarlo. Que su problema la superaba y que no podía hacer nada salvo alentarlo a vivir como él deseaba.
Marcelo, el portero del edificio, se había preocupado en esos días una vez más por ella. Había golpeado su puerta un par de veces y se ofreció para hacerle alguna compra o para lo que ella necesitase. Era tan amable e incondicional que fue al único que le dio una explicación.
—Tengo varios quilombos, pero nada tan grave como para que no me veas salir en unos días, rozagante como siempre. Si necesito algo, te juro que te llamo.
Cuando sonó su celular y vio que decía «desconocido», pensó que se trataba de Pedro, con su infierno teológico a cuestas. Decidió no atender. El teléfono insistió una segunda y una tercera vez. ¿Y si no era Pedro?
—Hola, soy Rafael. Me hiciste una nota en el club Brisas.
Verónica, que estaba sentada frente a la computadora, se puso de pie al escuchar la voz de Rafael.
—Necesito ayuda. El técnico del club, Rivero, es un mal bicho. Lo denuncié y casi me matan. No tengo adónde ir.
—¿Dónde estás, que te voy a buscar?
Rafael le dio la dirección. En menos de cinco minutos, Verónica estaba en la calle buscando un taxi. En media hora llegó al lugar. La dirección se correspondía con un supermercado chino. Le dijo al taxista que esperase, que en unos minutos regresaban a Villa Crespo. Entró al súper y se dirigió a la caja, que atendía una mujer china. Con cierta incredulidad preguntó:
—Busco a Rafael. ¿Puede ser que esté acá?
La china le gritó a alguien en su idioma. Un chino se metió por una puerta que estaba al fondo del supermercado. Enseguida apareció el mismo chino en compañía de Rafael, que tenía la cara destrozada y caminaba con dificultad. No era una exageración que casi lo habían matado.
—Julián es mi amigo —le dijo Rafael señalando al chino que estaba a su lado—. Pero no puedo comprometerlo quedándome acá más tiempo. Y tampoco puedo volver a la pensión, porque ahí me fueron a buscar.
Por lo que Verónica podía observar, Rafael no tenía siquiera una bolsa con sus cosas. Era él solo, sin nada de equipaje. Verónica le apretó suavemente el brazo.
—Te voy a llevar a un lugar seguro. Vas a venir a mi departamento.