VII

«Cuando puedas, llamame». Lucio recibió el mensaje de texto camino de su casa. Por un momento pensó que lo mejor era no responderle, pero también sentía curiosidad y ganas de hablar con ella. Se bajó del colectivo unas paradas antes para poder hablar tranquilamente. Lo atendió el contestador. Debía de estar usando la línea. Volvió a llamarla un par de veces más y siempre entraba directamente el contestador automático. No supo qué hacer. Si llegaba a su casa y ella lo llamaba, no iba a poder atenderla. Tampoco le gustaba la idea de apagar el celular hasta el día siguiente. Decidió quedarse en una esquina a esperar que sonara su teléfono. Unos diez minutos después recibió otro sms: «Puedo llamarte?». Él marcó y ella atendió.

—¿Cómo estás? —La voz de Verónica se oía serena, cálida. Lejos estaba del tono de voz de la última cita. Tal vez estuviera avergonzada, o simplemente cansada.

—Bastante bien, ¿y vos?

—Fatal.

—¿Y eso es bueno o malo?

—Fatal es malo. Lucio, necesito verte. Creo que después de lo que pasó deberíamos hablar.

Quedaron en verse en un bar de Corrientes y Boulogne sur Mer. No se habían citado en La Perla, como hacían habitualmente. Necesitaban un lugar neutro, sin recuerdos a los que recurrir durante la conversación. Un encuentro sin alcohol, con café de por medio, viendo o ignorando a la gente que caminaba por la avenida, con la música de la máquina de café expresso de fondo y con los rayos catódicos del plasma encendido como decorado.

Verónica bebía el café sin endulzarlo con nada. No obstante, tomaba la cuchara y lo revolvía. Era una costumbre que él había descubierto a poco de conocerse, pero por alguna tonta razón nunca se había animado a preguntarle por qué hacía eso.

—No soporto que me sigas lastimando —dijo Verónica concentrada en los círculos que armaba su cuchara en el pocillo.

Lucio se sintió sorprendido.

—¿Yo te hago daño? Mirá —le señaló el pómulo cortado y le mostró los dedos con las heridas de la última noche que habían estado juntos. Verónica las observó desapasionadamente.

—No son nada al lado de las heridas que yo siento por nuestra relación.

¿Tenía algún sentido discutir los detalles? ¿Decirle que ella había empezado? ¿Recordarle cada momento en el que ella parecía cargar con un hierro caliente con el que intentaba marcarle el cuerpo o el cerebro? ¿Reconocer que él también disfrutaba cuando ella sufría, que no estaba dispuesto a ser generoso con ella? Todas esas palabras estaban de más y, sin embargo, ellos seguían hablando.

—No sé, Lucio, estoy harta. La otra noche terminé haciendo desastres. Ya no sé qué puedo decirte y qué no, pero te lo cuento igual. Esa noche terminé acostándome con otro tipo.

Lucio sintió que se le hacía un vacío en el estómago, como una implosión de sus órganos. No se animó a levantar el café para tomarlo por temor a que el enojo le hiciera temblar el pulso y se le notara. Con la voz más neutra que pudo le dijo:

—Sos grande. Hacé lo que se te cante. Y no me lo digas.

Verónica seguramente buscaba las palabras que más podían herirlo. No se resistía al placer de lastimarlo.

—Es que es un desastre en serio. El tipo era un cura. O es un cura. No sé si a esta hora ya dejó los hábitos.

Lucio se rio. Verónica se burlaba de él. ¿Qué más iba a inventar?

—Falta que me digas que tenés un atraso.

—Sos un idiota. Si tuviera un atraso nunca te enterarías. —Verónica miró la hora en su teléfono y se levantó—. Mejor dejemos de vernos.

Tomó el celular y su cartera y se fue. Lucio le pidió otro café al mozo.