Esos días no eran los mejores en la vida de Verónica. En la revista había pedido unos francos compensatorios para no tener que ir a la redacción. Patricia se los dio sin hacerle ninguna pregunta. Verónica podría haber dicho que estaba trabajando día y noche en la investigación de los chicos, pero no quería siquiera que su jefa la llamara para preguntarle cómo iba todo. Había adelantado muchísimo desde que había empezado a sospechar que detrás del suicidio de aquel maquinista había bastante más que un drama personal. Tenía el nombre del principal sospechoso de dirigir esa maquinaria delictiva, había entrevistado al que debía de ser el responsable de elegir a los chicos y al encargado de hacer desaparecer a los testigos y familiares de las víctimas sacándolos fuera de la ciudad de Buenos Aires. Si quería, podía detenerse en ese punto y escribir el artículo. Con viento a favor podría conseguir que se abriera una investigación judicial. Nunca faltaba un juez de instrucción con ganas de meterse en problemas. Pero difícilmente la justicia avanzaría mucho más y condenaría a los tipos por las muertes pasadas. Como mucho, esos tipos dejarían de practicar ese juego sanguinario. Y ella quería ver a los asesinos y sus cómplices en una cárcel.
Sin embargo, había otra razón para no conformarse con lo que tenía hasta ese momento. Corría el riesgo de que lo que había averiguado solo fuera la punta del iceberg y que quien le pusiera la frutilla a la investigación fuera algún otro periodista. Ella misma alguna vez se había subido a las averiguaciones publicadas por otros medios y había conseguido ir más lejos. No estaba dispuesta a que ahora le hicieran eso a ella.
Había llegado a un importante punto en la investigación, pero no sabía cómo ir más allá. Juan García no aparecía por ningún lado y tampoco tenía pruebas concretas de la participación de nadie, ni siquiera de Rivero, que parecía el más comprometido. Y Palma tenía coartadas que, por más estrafalarias que fueran, despertarían la presunción de inocencia antes que de culpabilidad para cualquier juez.
Quería concentrarse en la investigación, pero no podía. Todavía resonaba en ella lo ocurrido unas noches atrás. La pelea con Lucio, la aparición de Pedro, el final con el cura en su cama. Lucio era quien le ocupaba más la mente. Tal vez porque lo ocurrido con Pedro era sin duda más conflictivo para él que para ella. Lucio, él sí estaba en su cabeza y se le aparecía a cada instante. Lo mejor era tomar el toro por las astas. Le mandó un mensaje de texto para que la llamara. Era enervante eso de tener que depender de que él no estuviera con su esposa para poder hablar. No iba a ser ella la que rompiera con el acuerdo, aunque ganas no le faltaban de llamarlo, incluso de llamarlo a la casa. Tenía el teléfono desde antes de que se convirtieran en amantes, desde que Carina, la hermana de su compañero muerto, se lo había dado. En ese momento, cuando llamó a su casa y atendió su mujer, Verónica no se había animado a hablar. Si volviera a hacerlo, ¿estaría dispuesta a preguntar por él? Esta vez, ni siquiera marcó el número.
Después de varios desencuentros telefónicos, se comunicaron y quedaron en verse a la mañana siguiente en un café. Necesitaban un cambio de clima. Cuando ella llegó al bar, Lucio ya estaba ahí. Verlo así, tranquilo, sin que el fantasma o el deseo del sexo estuviera rondándolos, le despertó una ternura que no solía sentir en sus cruces anteriores. Sin embargo, le resultaba difícil olvidar cómo Lucio había ido desbaratando cualquier posibilidad de disfrutar de una pareja. Le hacía mal.