Bajó con bronca la tabla del inodoro que él había dejado levantada, se sentó e hizo pis. Un largo chorro que parecía no terminar nunca. Se quedó sentada un buen rato, los codos apoyados en las piernas, las manos cubriéndole el rostro. No quería escuchar nada de lo que pasaba fuera del baño. Unos segundos antes había gritado:
—Andate de acá, no te quiero ver más.
Su propia voz resonaba en la cabeza y ni el ruido del pis la podía cubrir. Lucio se movía sigilosamente. Ella no sabía si la copa lo había lastimado mucho o nada. Que se vistiera y que se fuera, no quería otra cosa.
Sintió la puerta del departamento. Lucio se estaba yendo y ni siquiera en esas circunstancias hacía ruido. Cualquiera hubiera dado un portazo, él no. Y eso la enervaba más que si se hubiera ido puteándola.
Se quedó unos cuantos minutos así, sentada, hasta que se le acalambraron las piernas y le agarró frío. Cuando salió del baño estaba mareada por el vino que había tomado. Pensó en ir a limpiar los pedazos de vidrio que estaban tirados por el living, pero se sentía mal, con ganas de vomitar. Se acostó en la cama. A pesar del alcohol, no podía dejar de pensar. En Lucio, en lo poco que había puesto él en esa relación, en la liviandad con la que venía de su casa al departamento de ella, de la concha de su esposa a la de ella. Tendría que haberle revoleado la botella de vino, no la copa.
Si eso le hubiera ocurrido cinco años atrás, se habría vestido y maquillado y habría partido a una disco o algún pub con onda, donde los tipos interesantes abundaban. Se estaba poniendo vieja. Los treinta habían llegado a pasos agigantados y ella se había rendido. Al menos esa noche no tenía fuerzas ni para darse una ducha o siquiera cambiarse la ropa interior.
A pesar de su enojo contra Lucio, que le quemaba las entrañas, se estaba quedando dormida. Le costó descubrir que sonaba el teléfono celular. Cuando se dio cuenta, ya había dejado de sonar. A los pocos segundos, el llamado se repitió y esta vez se levantó. ¿Sería Lucio, que finalmente tenía algo para decir? El celular estaba en el living, así que fue hasta allí tratando de no pisar los vidrios. La pantalla decía «número desconocido». No debía de ser Lucio. Atendió y la voz le llegó lejana e irreconocible.
—Soy Pedro.
No recordaba ningún Pedro entre sus conocidos.
—¿Quién?
—El padre Pedro.
Claro, ¿cómo podía olvidarse del cura de Villa Oculta?
—Necesito hablar con vos —le dijo el sacerdote. La comunicación se escuchaba mal. Sin embargo, Verónica podía notar que Pedro estaba preocupado o atemorizado por algo.
—Hablemos.
—Personalmente y en privado, es muy importante.
—Puedo ir ahora mismo para la parroquia.
—No, es peligroso que vengas sola a esta hora.
Verónica ofreció entonces su departamento como lugar de encuentro. Quedaron en verse en poco más de media hora. Miró el living, todo revuelto, y vio su aspecto de mujer destruida en un espejo. Destruida y en bolas. Buscó el jean, la ropa interior, una remera limpia, se calzó unas zapatillas y se puso a juntar los vidrios del suelo. Esa tarea le llevó como quince minutos. Acomodó los sillones, levantó botellas y copas, limpió ceniceros y ventiló el ambiente. No había terminado de abrir la ventana, cuando sonó el timbre del portero eléctrico. Mientras bajaba a abrirle la puerta, cayó en la cuenta de que no se había peinado ni lavado la cara. Pero se dijo que, al fin y al cabo, se iba a encontrar con un sacerdote. No era momento para preocuparse por su aspecto.
El cura la esperaba con las manos en los bolsillos de la campera. No hacía frío. Parecía más bien el gesto de un hombre tenso. Se acordó de aquella película que había visto en un cineclub: I pugni in tasca. Lo saludó con un beso en la mejilla y subieron juntos. No hablaron hasta que pasaron al interior del departamento y ella le pidió que no se fijara en el desorden. Lo invitó a sentarse en el sillón individual. Le preguntó si tomaba café.
—Preferiría algo más fuerte, si no te resulta una molestia.
Mejor para ella; así no tenía que ponerse a preparar una bebida caliente. Fue hacia el barcito y acercó una botella de bourbon y dos vasos. Se sentó en el sillón de dos cuerpos y sirvió los vasos de whisky con dos medidas dobles.
—¿Sabés lo que es el sigilo sacramental? —le preguntó el padre Pedro a Verónica, que no tenía ni idea de lo que era un sacramento.
Respondió negativamente con la cabeza.
—Cuando un penitente se confiesa ante un sacerdote, el religioso tiene la obligación de no contarle a nadie lo que se diga bajo el secreto de confesión. Tampoco se puede comentar, ni siquiera con el feligrés, fuera del ámbito del confesionario.
—¿En ninguna circunstancia?
—Jamás. Romper el sigilo sacramental significa la automática excomulgación del sacerdote que lo cometa, aunque sea un obispo, o el Papa mismo.
El cura bebió un largo trago de Jim Beam y Verónica lo imitó. Después siguió hablando.
—La confesión es un sacramento y violarlo es ir contra las leyes de Dios.
Verónica se daba cuenta de que Pedro no había venido a darle una lección de teología.
—Hoy estuvo en la parroquia la madre de Vicen. Y pidió confesarse. Podría haberme negado, haber llamado a otro sacerdote para cumplir con el sacramento. Debí haberlo hecho porque yo ya sabía que estaba dispuesto a someterme a la excomunión si era necesario.
—¿La madre de Vicen te contó algo referido al caso?
—A los pocos días de que se hubiera muerto Vicen, apareció por la villa un señor de apellido Iriarte. Le dijo que sabía que su hijo había tenido un accidente y que había muerto. Este señor Iriarte le ofreció a ella y a sus otros hijos una vivienda. En el Chaco. La mamá de Vicen es chaqueña. Ella no quería saber nada de irse. Acá tenía algo de trabajo, pero la posibilidad de contar con una casa propia le resultaba tentador. Obviamente, ella desconfiaba. Pensaba que había algo raro y no aceptó inmediatamente. Así que para convencerla Iriarte le dijo que la propuesta formaba parte de un plan de viviendas de una subsecretaría del gobierno de la Ciudad.
—A ver, el supuesto accidente fue por Haedo, que es el Gran Buenos Aires, y le ofrecen una casa en el Chaco. Y quien hace todo esto es una subsecretaría del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, que no tiene competencia ni en la provincia ni en el interior.
—Ella seguía sin estar convencida, así que además le ofrecieron un cheque para los gastos de la mudanza. Siete mil pesos a cambio de que se mudara ya. Me mostró el cheque. El emisor era la Subsecretaría de Vivienda y Gestión Ambiental, dependiente de la Secretaría de Desarrollo Social.
Se hizo un nuevo silencio. Denso, viscoso. Una parte de Verónica había tomado notas precisas de lo que le había revelado Pedro. Otra, sin embargo, había sido ganada por una angustia similar a la de estar frente a un moribundo. Como en esas películas donde alguien decide dar la vida en aras de una verdad o de hacer justicia y lo hace con el último suspiro. Verónica estaba viendo morir frente a sus ojos a un sacerdote. No podía resultarle indiferente —independientemente de la fe o de su ausencia— que alguien que había consagrado su vida a un ideal, decidiera terminar con eso. Y ese final era una ofrenda a la búsqueda de justicia y también a la investigación que ella estaba haciendo. En voz baja Verónica dijo «gracias».
—La fe es un don de Dios. Para un cristiano vale más que la vida. La vocación religiosa es absurda e incomprensible sin la fe. Siempre quise ser un hombre santo, pero nunca lo conseguí. He pecado y me he arrepentido en más de una oportunidad durante mi ministerio. Sé que soy humano, débil y pecador, pero la fe me sostenía. Cuando sentí que comenzaba a perderse o a licuarse en otros sentimientos como la solidaridad, la empatía o la contención del prójimo, me propuse no pecar más. Vivir al extremo un camino de santidad. Pero no lo conseguí. Acá estoy…
—Acá estás…
—Emborrachándome. Al menos espero que no haya sido en vano.
—No lo va a ser, eso te lo prometo.
—Es raro. Cuando te vi por primera vez cruzando la avenida Argentina, me pareciste un ángel. Después fui honesto conmigo mismo y reconocí que simplemente me habías resultado atractiva. Que mi intención de neutralizar el deseo no era más que un nuevo gesto de incomodidad con el papel que estaba interpretando.
Verónica se sirvió otro Jim Beam. Luego se dio cuenta de que el vaso de Pedro también estaba vacío y le repuso la bebida. Le hubiera gustado hablar, ayudarlo con una interpretación psicoanalítica o algo similar, pero no podía.
—Y si te deseaba como cualquier hombre, debía reconocerlo. Y si quería ayudarte para que consiguieras lo que estabas buscando, debía hacer todo lo posible para que lo lograras. Ahora no sé quién soy. Pero ya sé lo que no soy.
Verónica iba a decir nuevamente «gracias», pero la palabra no pudo salir de su boca. Era una locura. Y qué no lo era. Se levantó como pudo del sillón de dos cuerpos, hizo un esfuerzo para no perder el equilibrio y fue hacia Pedro. Se sentó a horcajadas sobre él y empezó a besarlo en los ojos, en la mejilla y finalmente en la boca. Sintió las manos de Pedro acariciándole la espalda y el culo. No podía hablar, ni tenía claro si esa era una forma más de darle las gracias, o de empujarlo definitivamente a un abismo.