El tipo se acomodó en una mesa a pocos metros de Verónica sin percatarse de su presencia. Rafael se le acercó y le avisó que ella lo estaba esperando. Rivero la miró con cierta desconfianza y le hizo un gesto para que se acercase. Verónica tomó su cartera y la campera y fue hacia donde estaba él. El tipo era un lugar común. No se necesitaba ser un observador perspicaz para darse cuenta de que ese hombre era una suma de obviedades: aspecto desordenado, actitud libidinosa, cuerpo fofo, una pelada cruzada por unos pocos pelos grasientos. Pero todo eso solo hubiera sido un prejuicio casi lombrosiano, de no ser por la mirada. Eran los ojos los que no mentían. Verónica estaba acostumbrada a toda clase de vistazos masculinos. No era que la mirase como un viejo pajero ante una chica linda. Eso lo hubiera soportado con la naturalidad del caso. Era algo agresivo, intimidante, lo que salía de sus pupilas. Lo que despertaban esos ojos era miedo.
El tipo le dio la mano y dijo su nombre. Verónica tomó asiento y le contó que estaba preparando un artículo sobre los clubes de barrio. Hizo las preguntas que se espera que un periodista haga en estos casos. Incluso revisó varias veces una libreta que llevaba encima, como si leyera sus propias notas al respecto. Lo hacía para evitar mirarlo, no tanto porque le desagradaba como porque estaba convencida de que los ojos pueden ser un arma que hay que saber disparar a tiempo. Así que prefirió parecer perdida entre sus anotaciones hasta que levantó la mirada y le dijo:
—Me imagino que para usted, como técnico del equipo en que jugaba, tuvo que ser muy terrible que Vicente Garamona muriese.
Rivero era un infeliz de cuidado. Quiso disimular, hacerse el que no entendía la pregunta, pero no pudo evitar que su rostro pasara por todos los estados de la culpabilidad: sorpresa, miedo, confusión y finalmente enojo. Había odio en sus ojos al cruzarse con la mirada firme y fría de Verónica.
No cabía duda de que ese tipo tenía que ver con la muerte de Vicen y que era el que proveía los chicos para el juego en las vías. No iba a poder probarlo en esa entrevista. No era su intención que se autoincriminara en esa charla. Pero si lo dejaba suficientemente preocupado, sabía que él daría un paso en falso. Y ella tenía que estar atenta para reconocer ese momento.
Pero había algo más. Alguien más: Juan García. Verónica había llegado a ese club con varias intenciones: encontrar pistas, verle la cara a alguno de los responsables de los crímenes y hacerle llegar a Juan García el mensaje de que por más que se escondiera ella lo iba a encontrar. Así que se puso de pie, lo saludó lo más simpáticamente posible y emprendió una retirada que había aprendido en su infancia mirando Columbo.
—Ah, perdón que le siga haciendo perder tiempo. ¿Usted conoce a Juan García?
Ahora estos hijos de puta saben que sé; no van a poder seguir adelante sin preocuparse, se dijo mientras salía del club. Y a pesar de que le gustaban las metáforas con animales, ni se lo ocurría pensar que ella era una gacela provocando a dos chacales.