I

Cuando Verónica llegó al club Brisas de Primavera, se quedó unos segundos en la vereda de enfrente observando el edificio. No tenía mucha experiencia en clubes de barrio, pero a simple vista no parecía distinto de cualquier otro. Finalmente, cruzó y entró a Brisas.

No llevaba ningún plan en especial, salvo decir que estaba preparando una nota sobre el fútbol infantil barrial. Lo siguiente era improvisar. Una buena periodista debía ser como un buen músico de free jazz.

En el bar había unos pocos parroquianos con caras de aburrimiento que no le prestaron atención. Fue hacia la barra, atendida por un muchacho que miraba muy concentrado hacia la cancha de fútbol. Observaba cómo jugaban los chicos. Eso le permitió a Verónica tomarse unos segundos para observarlo a él. Era un flaco de aspecto débil, con una barbita bien cortada y vestido de manera humilde pero prolija. Tenía algo animal, como si fuera un cuis, como los que había en la Córdoba de su infancia. No debía asustarlo. Así que trató de sacar la Verónica más amigable. Apoyó los codos sobre la barra que estaba muy limpia, lo llamó y le sonrió.

—¿Puedo hablar con vos?

Cuando tiempo después Verónica recordara a Rafael se le aparecería esa imagen de muchacho frágil, con ganas de huir de esa historia en la que estaba atrapado.

Le bastaron unas pocas preguntas para darse cuenta de dos cosas: que Rafael no pertenecía al grupo de los delincuentes y que ocultaba algo. Se imaginó que ese muchacho debió de haber sido un preso recién salido de la cárcel, o un exadicto en proceso de recuperación. Algo que lo hacía sentirse culpable en medio de una sociedad dispuesto a agredirlo. A Verónica le hubiera gustado decirle «tranquilizate, sos inocente; los demás son los hijos de puta». Pero tampoco se animó a tanto.

Ella insistió con las preguntas y él se escabulló señalándole a Rivero que estaba en la cancha entrenando a los chicos. Era un tipo no muy alto, pasado de kilos, vestido con un equipo de gimnasia Adidas. Llevaba colgado al costado, como un vaquero su arma, un teléfono celular. Pensó: si el técnico de Atlanta entrenara a los pibes con el celular en la mano, le daríamos una patada en el culo para que fuera volando hasta la cancha de Chacarita.

Le pidió un café a Rafael y se sentó junto a una de las mesas. Ahora sí sintió la mirada de los otros tipos sentados en el bar. Sacó los cigarrillos, pero se dio cuenta de que no podía fumar ahí, así que decidió dejar su cartera y se fue hacia la puerta. Cuando vio que Rafael se acercaba a su mesa, tiró el cigarrillo y regresó para seguir hablando, pero él volvió a nombrar a Rivero. Repetía su nombre por segunda vez y el tono lo delataba. Pobre Rafael, no debía de saber mentir, ni siquiera disimular. Lo mejor era darle la posibilidad de que él se pusiera en contacto con ella. Que dijera lo que el miedo le obligaba a esconder. Le dio una de sus tarjetas personales, que Rafael guardó precipitadamente, como si le hubiera pasado un papel con cocaína o con la publicidad de un prostíbulo.