IX

Le dolían los testículos, el bajo vientre y la pierna izquierda. Le ardía la cara, tenía náuseas y respiraba con dificultad. Sentía un regusto a sangre en la boca. Tenía sed. Habló y la voz le salió muy débil.

—Tengo sed.

Alguien le levantó la cabeza y ahí descubrió que tenía la espalda y el cuello como astillados. Le dieron un vaso de agua. Seguramente podía abrir los ojos, pero no quería. El gusto a sangre seguía ahí. Al menos tenía la boca húmeda. Le hubiera gustado limpiarse los labios con la mano. Intentó mover el brazo y no pudo.

Sintió la voz de Julián que le decía algo de abrir la boca. Sintió los dedos del chino en su cara. Le estaba poniendo unas pastillas en la lengua. Le pedía que tragara. Le acercó de nuevo a los labios el vaso de agua.

Estaba transpirando. Abrió los ojos —el derecho apenas— y todo estaba oscuro alrededor. No había nadie. Pudo vislumbrar unos estantes con mercadería. Volvió a cerrar los ojos.

Sintió la presencia de alguien a su lado.

—¿Sentís mejor?

Dijo que sí. Julián estaba sentado cerca de él.

—¿Estoy en el supermercado?

—En el depósito. Quise llevarte más al fondo, pero mi mujer dijo que te deje aquí. Yo me enojé, pero tiene razón. Acá, mucha tranquilidad. No molesta nadie.

—¿Qué hora es?

—Ocho de la mañana. Abro en una hora.

—Casi me matan.

—Culpa mía, me descuidé. Yo, amenazado por chinos. Puse cámaras por todos lados. Justo miraba y vi auto. Muy sospechosos. Vigilé dos horas. Justo tuve que cobrar a cliente que pagó con cien botella de cerveza. No quería pagar el envase. Cuando volví a mirar, cuatro hombres salían del auto. Te vi en cámara. Le grité a Víctor para que atendiera la caja y fui corriendo.

—Me salvaste la vida.

—Culpa mía. Si ver antes, no te golpeaban tanto. Hacía mucho que no practicaba kung-fú. Muy blanditos los cuatro. Se fueron enseguida.

—Sabían de la denuncia que hice en la policía.

—Entonces ser policías. O amigos de policías.

Rafael se sentó. Estaba en un catre armado con cajones de gaseosas dados vuelta y cubiertos por un colchón. Rafael necesitaba ir al baño. Tenía retorcijones y un sudor frío se le había instalado en la cabeza. Julián lo llevó hasta el baño del fondo. Ahí vivían Julián, su mujer y los otros tres chinos que trabajaban para él y que no hablaban todavía castellano.

Se quedó un buen rato en el baño. Se miró en el espejo. Tenía un ojo hinchado y semicerrado. Un raspón importante le cruzaba la cara, como si se hubiese arrastrado por el asfalto. Puso la cabeza debajo del agua y se sintió mejor. Con suerte se le había cortado la descompostura.

Cuando volvió al depósito, Julián ya había traído unas pastillas de carbón y unos calmantes.

—Tomate todo.

Rafael obedeció. Había sido un error denunciarlos. Si no hubiera aparecido Julián, lo habrían matado a golpes o lo habrían rematado de un tiro. No podía volver a la pensión, no podía ir a la casa de su familia sin ponerla en peligro. Tampoco podía quedarse en lo de Julián.

—Gente muy peligrosa. Tenés que pensar muy bien o te matan.

Julián tenía razón. Estaba perdido. De pronto se le ocurrió una idea. Buscó en el bolsillo trasero del pantalón. Ahí estaba. Sacó la tarjeta y leyó: «Verónica Rosenthal, periodista, revista Nuestro Tiempo». Había una dirección, un email, un teléfono de línea y un celular.

Milagrosamente, su propio teléfono se había salvado de los golpes. Decidió llamarla. Ella iba a poder ayudarlo. Lo único que esperaba es que no lo tomara por un demente que estaba inventando una historia fantasiosa.