V

Si algo había aprendido en esos veinte años que llevaba trabajando para García, era a resolver problemas. Desde que su hermano lo había llevado a trabajar con él a Misiones, Rivero se había dedicado a arreglar lo que le pidieran sin dudar. Y pensar que había dudado antes de irse a Misiones. Tenía treinta años y jugaba para Tiro Federal, que por entonces estaba en la segunda división, y él ni siquiera era titular. Con lo que ganaba no podía ni llegar a fin de mes. Ya había pasado su cuarto de gloria unos años antes, cuando había jugado en la primera de Platense y le había hecho un gol a Independiente sobre la hora. Podría haber seguido jugando unos años más en el interior, en algún club que disputara el Argentino A. No era la vida de futbolista que había soñado. Así que colgó los botines y se fue con su hermano a Misiones, donde García había ganado la intendencia de Capitán Pavone y el dinero parecía fácil de obtener. Y fue lo que sucedió.

No se hizo millonario ni mucho menos. La plata que se gana fácil, también fácil se va. Y a Rivero le gustaba meterse en todo lo que García manejaba: juego, drogas, putas. Apostaba fuerte, consumía mucho, pagaba mujeres caras. Necesitaba compensar la adrenalina que le despertaba el trabajo, la emoción de tener poder, de hacer cumplir lo que García quería. En un mundo sin corrupción, Rivero hubiera sido un perfecto policía. Le gustaba hacer cumplir la ley. Salvo que él se movía con las leyes de García. Y entre los mandatos de su jefe, no faltaba la sangre, el engaño, el secuestro y la muerte. Cuando García vio que se estaba desmadrando, que obedecía demasiado, lo puso en un lugar más tranquilo, pero no por eso menos importante. Era el responsable de trasladar a las mujeres a los prostíbulos del resto del país. Chicas misioneras, chaqueñas, algunas paraguayas, que iban a parar a lugares lejanos de la Patagonia, de Mendoza; algunas incluso seguían rumbo a Chile o Brasil. Estaba bueno ese trabajo. Había menos juego, poca droga y se cogía a las minas gratis.

Después llegó el desbande. El laburo disminuyó notablemente, cada uno hizo lo que pudo y quedó la promesa de García de que no se iba a olvidar de los que le habían sido leales. Y Rivero podía ser cualquier cosa, pero antes que nada era un perro fiel de García. Así que, cuando su jefe se instaló en Buenos Aires, lo volvió a llamar. Ya no había mujeres con las que divertirse impunemente, pero García le había conseguido una ocupación que lo conectaba con su pasión juvenil: el fútbol. Sin embargo, no había vuelto a sentir la emoción que lo atrapaba cuando era futbolista. Apenas si la sensación de que su vida seguía conectada a la pelota. Al fin y al cabo, no estaba ahí para sacar a ningún equipo campeón. Estaba para otra cosa y eso lo hacía muy bien.

Por ejemplo, ese día había terminado de convencer al nuevo, a Jonathan, para que participara con Dientes en la competencia de las vías. Dientes no había ido en esos días, pero sabía que con él no iba a tener problema, que su participación en el equipo de fútbol era una formalidad. Quería estar en la vía. Tenía que seguir buscando chicos como Dientes o Jonathan. Pibes valientes y no esos pelotudos que sueñan con ser Maradona y que nunca van a llegar a nada.

Fue hacia el salón para tomar su fernet. Rafael se le acercó con la bebida y le dijo que había una persona esperándolo para hacerle una entrevista. Recién entonces Rivero miró hacia la mesa donde estaba la mujer. Era una chica que miraba hacia donde él estaba. Rivero le hizo un gesto invitándola a acercarse a la vez que Rafael se iba. Ella se puso de pie, tomó la cartera y el saco y fue hacia su mesa. La minita estaba muy bien. Rivero sintió que por su cuerpo le corría un cosquilleo. Lo que siente un predador al descubrir a una presa.

La mujer en cuestión se llamaba Verónica no-sé-cuánto y estaba haciendo una nota sobre los chicos que practican fútbol en los clubes de barrio. Era de la revista Nuestro Tiempo. Rivero tenía un vago conocimiento de esa revista. No le sonaba bien. Era una revista de denuncia o algo así, de esas que defienden los derechos humanos y les encanta ensuciar a la policía. Pero a una dama tan hermosa (y esas fueron las palabras que usó) no podía decirle que no. Que lo entrevistara y lo grabara nomás.

Ella le preguntó por la importancia de formar a los jugadores desde pequeños, de cómo los clubes de barrio son la cantera de los clubes grandes. Hacía preguntas con una seguridad que a Rivero le resultaba molesta. Él contestaba exagerando sus méritos, los logros al frente de los equipos infantiles de Brisas de Primavera. Esa periodista tenía que verlo como un entrenador exitoso. Mientras la oía hablar tan segura, pensaba que estaría bueno cruzarse con una mina así en un boliche, whisky de por medio. Le hubiera dicho al oído lo que esa clase de mujeres esperan que un hombre les diga.

—Me imagino que para usted, como técnico del equipo en que jugaba, tuvo que ser muy terrible que Vicente Garamona muriese.

Era como frenar de golpe, chocar contra algo y que el airbag te diera en la cara. Por un segundo, o más, no pudo respirar.

—No entiendo.

—Vicen, el chiquito de once años que murió arrollado por un tren hace unos diez días.

—Sí, fue muy duro para todos.

—¿Cómo se enteró?

—¿Cómo me enteré de qué?

—De su muerte. ¿Le avisó alguien, lo vio por la tele?

—Ya no recuerdo. Fue muy duro. Creo que me avisó uno de los chicos que era amigo de él.

—Tuvo que haber sido difícil hablar con su mamá. ¿Habló con ella?

—Sí. Fue una desgracia. Mire, señora…

—Verónica, llámeme Verónica.

—Mire, Verónica, todavía es todo demasiado terrible. No veo que esto tenga un interés especial para su nota sobre los clubes de fútbol.

—Es cierto. Tiene razón. Pero, como dijo usted, es tan duro que no pude evitar sacar el tema. Si le parece, dejamos a Vicen y seguimos hablando de cosas más lindas.

La periodista le hizo un par de preguntas y él contestó sin pensar. Su mente estaba en otra parte. Trataba de descifrar quién era esa mujer, qué buscaba, cómo sabía que Vicen jugaba en ese club si esa información no había salido en ninguna nota, y ni siquiera estaba en la causa. Algo iba muy mal. Fue un alivio que ella, con una sonrisa, le dijera que tenía material suficiente para su artículo. Guardó el grabador y sacó un paquete de cigarrillos y un encendedor. Le dio la mano y cuando se estaba yendo, como recordando una pregunta menor que había quedado en el tintero, le dijo:

—Ah, perdón que le siga haciendo perder tiempo. ¿Usted conoce a Juan García?

—No conozco a ningún Juan García.

La periodista se rio como si hubiera hecho un buen chiste.

—Vamos, Rivero, todos conocemos a un Juan García. Es como Juan Pérez.

—Yo no conozco a ninguno.

—No se preocupe. Es el técnico de otro equipo. Pensé que tal vez habían trabajado o jugado juntos.

Se dio media vuelta y se fue. Rivero se quedó mirándole el culo, pero fue algo instintivo, porque no pensaba en ese culo que se alejaba hacia la salida. De hecho, no pensaba en nada. Simplemente se repetía: esta mina está loca. Al final pudo agregar algo más a su letanía: y es peligrosa.