Lavó los vasos, los platitos de las picadas, los recipientes del triolet que acompañaba a la cerveza y los aperitivos. Repuso bebidas gaseosas en la heladera. Anotó que había que comprar aceitunas y papas fritas. El trabajo que Rafael hacía a diario. Cada tanto echaba una mirada hacia la cancha donde practicaban los chicos, entre ellos Jonathan, el nuevo jugador que él había acercado y que le había permitido ganarse unos pesos extras. Gracias a ese dinero había podido hacer una buena compra en el supermercado para su madre y su hija; no había elegido artículos básicos sino aquellos que ellas podían tomar como un lujo. Había conseguido sorprender a Andrea y estaba orgulloso. De eso y de haberse retirado después del café sin ni siquiera sugerirle quedarse. Le hubiera gustado acariciarla, pasar la noche con ella, sentir la respiración de Andrea cerca de él como cuando eran jóvenes. Pero no era el momento. Debía pasar por varias pruebas si quería recuperar a su mujer.
La felicidad del dinero no le impedía ver que algo raro estaba pasando en ese club y que el responsable era seguramente Rivero. Había muerto un chico. Había visto el rostro asustado del Peque cuando se lo cruzó en el patio de la casa. Por un momento pensó que iba a salir corriendo. Él siempre había tenido la mejor onda con el Peque y este hasta venía siempre a saludarlo. Le gustaba convidarle con unas papas fritas o unos pedacitos de jamón. En circunstancias normales, el Peque debería haberse alegrado de verlo. Y eso confirmaba que no había circunstancias normales alrededor de la ausencia del Peque en el club.
Hubiera seguido inmerso en sus cavilaciones si no lo hubieran interrumpido. No la vio llegar, porque sus ojos estaban concentrados en los chicos que jugaban a la pelota. Así que se sobresaltó cuando ella le habló. La mujer se había apoyado con los codos en la barra, como hacen los chicos a los que no les da la altura y se cuelgan para que los vean. Pero ella no tenía problemas de talla. Era una mujer alta y bastante joven, lo suficiente como para no ser la madre de ninguno de los chicos que estaban jugando.
—¿Puedo hablar con vos?
Cuando en los días siguientes Rafael pensara en Verónica, se le presentaría esa imagen de la periodista con ese gesto entre infantil y seductor, el tono de voz bajo, apenas un poco más alto que un susurro, la mirada que invitaba a la confianza, la sensación de que esa chica que lo interrogaba no tenía nada que ver con todo lo que lo rodeaba, con ese bar de club, pero tampoco con la vida.
—Me llamo Verónica Rosenthal, soy periodista de la revista Nuestro Tiempo. ¿Te puedo molestar unos segundos?
Podía, todo el tiempo que quisiera.
—Estoy haciendo un artículo sobre el fútbol infantil en los clubes de barrios. ¿Hace mucho que trabajás en Brisas?
—Hace unos pocos meses.
—¿Siempre en el bar?
Siempre atendiendo el bar del club. ¿Cómo decirle que ahora también buscaba chicos para llevarlos a Brisas? ¿Cómo explicarle que sospechaba que en ese club pasaba algo raro? ¿Qué le podía interesar a una periodista que buscaba descubrir un Messi de diez años?
—Esta es una zona rodeada de barrios muy pobres. ¿Vienen chicos de esos barrios a jugar acá?
—Sí, bastante.
—Me imagino que se deben encontrar con muchos problemas, ¿no?
—¿Problemas?
—Sí, chicos abandonados de la mano de Dios, que tal vez no van a la escuela o no tienen padres que les den una alimentación adecuada, por ejemplo.
—Algo de eso hay. Igualmente, el que sabe bien todo es Rivero, que maneja los equipos de fútbol infantil.
Le señaló la cancha, donde el técnico daba indicaciones. Verónica le preguntó en cuánto tiempo terminaba el partido. Rafael le explicó que el entrenamiento acabaría en veinte minutos. Ella dijo entonces que iba a esperar. Le pidió un café y se sentó a una de las mesas. Los pocos parroquianos que había en el local la miraron como se observa a un pájaro exótico en un zoológico. Verónica sacó los cigarrillos, pero se dio cuenta de que no podía fumar dentro del bar, así que dejó sus cosas y se fue hacia la puerta. Desde ahí vigilaba su cartera y la llegada del café. No había terminado el cigarrillo cuando Rafael llevó el pedido a su mesa. Verónica tiró el pucho y fue a sentarse.
—Me imagino que conocés las historias de todos los chicos que pasan por acá.
—Los chicos son muy transparentes. Uno se da cuenta enseguida si tienen problemas.
—¿Y qué problemas pudiste observar?
—Muchos chicos necesitados de que un adulto se preocupe por ellos.
—Y el club se ocupa de ellos.
—En parte sí.
—El técnico es como un padre, ¿no?
—El técnico es muy importante para ellos. Por eso lo mejor es que hables con Rivero.
Verónica abrió su cartera y buscó algo. Sacó una tarjeta personal y se la dio a Rafael.
—Ahí están mis datos. Quiero hacer una nota con muchas historias de vida. Si recordás alguna y querés contarme, llamame o escribime.
Rafael apenas miró la tarjeta y la guardó en el bolsillo del pantalón. No estaba tan loco como para contarle sus preocupaciones a una periodista que quería escribir una loa a los clubes de barrio.