III

Tenía un billete de dos pesos, una moneda de cincuenta centavos, otra de veinticinco, tres de diez y una de cinco centavos. En total, tres pesos con diez. Observó la plata extendida en un escalón como si el dinero fuera un oráculo que le diría el futuro. El Peque no sabía qué era un oráculo, pero tenía una tía que miraba la borra del café y le podía decir a la persona que lo había tomado si iba a morirse o si iba a ganar la lotería. Sin poder adivinar qué sería de él, dobló prolijamente el billete y lo guardó en el bolsillo del pantalón junto con las monedas. En el otro bolsillo tenía un chicle. No faltaba mucho para que su mamá lo llamara para cenar, pero igual se puso el chicle en la boca. Si su madre se enteraba, se lo iba a hacer escupir de un golpe en la nuca.

El Peque estaba sentado en la escalera que llevaba a la terraza. Desde ahí podía observar el patio y la puerta de entrada. No tenía ganas de subir a la terraza ni de ir hasta la plaza. Dientes debía de estar haciendo los deberes o bañándose. Mascó el chicle con indiferencia y aburrimiento.

A pesar de que ya era casi de noche, lo reconoció. Había entrado Rafael, el hombre que atendía el bar del club. Traía unas bolsas de supermercado en las manos y, al traspasar el umbral, se había quedado detenido por unos segundos, como si no supiera qué hacer. Seguramente lo había mandado Rivero para convencerlo de que volviera a jugar al club, o para que volviera a competir en las vías del tren. O tal vez había venido para matarlo, porque por su culpa Vicen ya no estaba. No tenía tiempo de esconderse en la terraza ni de salir corriendo hasta la pieza donde estaba su madre. Sólo quedaba hacerse chiquito y que Rafael no lo viera. Permaneció sin respirar, pero no sirvió de nada. Rafael lo había visto y venía hacia él.

—Hola, Peque, ¿qué hacés acá solo?

El Peque se encogió de hombros. Si su madre se asomara en ese momento, podría zafar e irse para adentro. Pero no había nadie en el patio.

—Hace mucho que no venís por el club.

—Mi mamá no me deja. Quiere que estudie más porque me va mal en la escuela.

—Me parece bien. Primero la escuela, después la diversión. Es lo que siempre le digo a Martina.

—¿A Martina?

—Sí, a tu amiga Martina. Es mi hija.

—¿En serio?

—¿Te acordás que te dije que yo había vivido acá? Antes vivía con Martina y su mamá. A vos te conozco desde que eras chiquitito.

—¿Ah, sí?

¿Entonces no venía a buscarlo? ¿Venía a visitar a Martina?

—En el club te extrañan. Bueno, no todos. A los que les pegabas patadas no.

—Todos pegan patadas en Brisas.

—Es verdad. Bueh, voy a ver si están Martina, su mamá y mi madre, la abuela de Martina.

—¿Doña Esther es tu mamá?

—Ajá.

Rafael comenzó a alejarse hacia la casa de Martina. Como si se hubiera olvidado de decirle algo, volvió a la escalera. Buscó en una de sus bolsas y sacó un paquete de galletitas Rumba. Se lo ofreció.

—Tomá.

¿No le iba a decir de volver al club? ¿De volver a competir en las vías?

—Gracias.

Ahora sí, Rafael fue hacia la casa de Martina. Golpeó la puerta y apareció Andrea. Le dio un beso en la mejilla y lo hizo pasar. El Peque aprovechó para ir casi corriendo con su mamá. Entró agitado a la cocina, donde su madre cocinaba una salsa de tomates para los fideos.

—Eh, ¿quién te corre? ¿Y esas galletas?

—Me las regaló el papá de Martina, que vino a visitarla.

—¿El papá de Martina? ¿Rafael?

El Peque movió afirmativamente la cabeza y su madre hizo el gesto contrario.