«¿Y, viejo?». La voz de García sonaba imperante. Y él, acostumbrado a ordenar, a decir lo que se podía hacer y lo que no, se veía obligado a agachar la cabeza (aunque no lo estuviera viendo, aunque todo fuera telefónicamente) y usar un tono de voz que a García le resultara sumiso. Rivero no necesitaba forzarse para que le saliera así. Eran años de trabajar para él, de obedecerle sin chistar. Al fin y al cabo, eran unos pocos minutos al día. El resto del tiempo podía hablar como quisiera, putear al que le viniera en gana. Pero le hubiera gustado ser como García, el tipo que no tenía que medir nunca su voz. Eso era poder: no tener que medirse a la hora de hablar.
—¿Y, viejo?
—Ya está, jefe, ya está arreglado.
—Me están boludeando.
—No es fácil, jefe.
—¿Qué me decís?
—Hay que andar con cuidado con los pendejos.
—Pierdo plata, viejo. ¿Sabés cómo se llama esto? Lucro cesante.
—El pibe nuevo que tengo buscando…
—¿Qué pibe nuevo?
—El que me atiende el bar. Encontró uno que puede andar.
—¿Puede o anda?
—Anda.
—No me boludeen más.
—Y tengo otro.
—Ojo con la familia.
—Por eso le digo, jefe, hay que andar con cuidado.
—¿Y el pendejito ese que anduvo bien?
—No quiere saber nada. Lo fui a ver. No quise apretarlo mucho. Tiene madre.
—Ahora va a ser los martes.
—Sí, jefe.
—Dentro de dos martes.
—Es muy poco tiempo.
—¿Me estás boludeando?
—No, no. Vio que a los pibes hay que vendérsela dulce.
—Vendésela como quieras, pero ya tengo un montón de tipos interesados. Es el martes 27.
—Sí, claro. No va a haber problema.
—A ver si se avivan.
—Sí. Una pregunta, jefe.
—…
—¿Ya está arreglado lo de la familia del chico Vicen?
—La vieja se hizo la difícil. Iriarte la convenció y se van en un par de días.
Cuando cortó, a Rivero le quedó un sabor amargo. Estaba acostumbrado a las órdenes de García, pero no le gustaba mentirle. El pibe que le había traído Rafael estaba todavía verde. No había tenido tiempo suficiente para estudiarlo. En cualquier otra circunstancia se hubiera tomado un par de semanas más para averiguar si ese pendejo podía andar. Además, estaba el otro chico, al que llamaban Dientes. No le gustaba nada que el chico se hubiera propuesto para las vías. Era la primera vez que le ocurría y lo consideraba un mal presagio. Que Dientes se hubiera enterado y lo fuera a buscar demostraba que cualquiera podía saberlo. No le gustaba que el Peque hablara ni dejar esas cosas al azar.
Se sentó a la mesa del bar y Rafael apareció con el fernet. Le sirvió una medida generosa, como a él le gustaba.
—Che, el pibe que trajiste…
—Jonathan.
—¿Estás seguro de que en el parque estaba solo?
—Estaba con unos amigos.
—Sin familia, quiero decir.
—Sí, estaba solo.
—Y esos pibes, ¿ninguno era el hermano o el tío?
—Eran más o menos de la misma edad de Jonathan. No creo que fueran parientes.
¿Podía confiar en Rafael? No parecía muy avispado. Eso podía ser bueno o malo, según el momento. Tomó un sorbo largo de su vaso. No tenía mucho margen de acción. Apenas dos semanas. Iría con ese Jonathan y Dientes. Habría que estar un poco más atento que lo habitual.